Borgoña 1985 (II)

5 julio 2021

En el primer capítulo contaba lo que la Borgoña representa como el territorio capaz de superar las modas durante toda su historia. Un territorio en donde choca su permanente espíritu campesino con su leyenda y que hoy como nunca es el modelo que se está imponiendo como el retrato del vino del terruño y la sostenibilidad.  En esta segunda parte abordamos su principal señuelo, la Romanée Conti, el origen eclesiástico de sus viñedos y el meollo de la chardonnay, la uva blanca más importante del mundo.

Romanée Conti: el diamante

Entre un Bourgogne Grand Ordinaire y un Romanée Conti hay un trecho galáctico. Para el consumidor español Borgoña es una confusión de marcas. Suenan un Pomard, un Volnay, un Aloxe Corton, un Chambertin o un Vosne Romanée como vinos inalcanzables, muy caros. Y, sin embargo, ni siquiera puede hablarse de un vino insuperable en un lugar donde las cosechas priman sobre las marcas. A un experto no le impresionará degustar un montrachet desvaído si aquella cosecha no fue excepcional. 

Si en Burdeos la propiedad está fraccionada en chateaux que crían y embotellan sus propios vinos, en Borgoña los pequeños viticultores venden su producción recién fermentada a los negociantes. Aunque la figura del negociant es fundamental en ambas regiones, en Burdeos es una institución histórica mientras que, en la Borgoña, por el contrario, se convierte más en una necesidad, pues algunos cosecheros no disponen de planta embotelladora, llevando hasta la propiedad un curioso camión embotellador que llena de un bullicio tintineante que rompe el silencio familiar de las pequeñas bodegas urbanas.  

El esquema de la Borgoña es más cercano al de La Rioja que al de Burdeos, en donde se impone el universo del negociant. Si bien en nuestra prestigiosa región de tintos subsiste la eterna polémica cosecheros versus bodegas industriales, en la Borgoña, en cambio, la armonía es total y el respeto entre ambos sectores es evidente. 

En una hectárea, 80 áreas y 50 centiáreas se extiende un viñedo increíble. La Romanée Conti es como una piedra preciosa tallada por el mejor artesano de Ámsterdam. El legado de una tradición a prueba de innovaciones que ya no son capaces de mejorar lo inmejorable. 

Si para blancos hay que hablar de Chateau D’Yquem, para tintos es obligado citar Romanée Conti. Es el resultado de retrasar la vendimia hasta la maduración arriesgada de sus uvas al capricho de las veleidades del cielo. Si el mal tiempo se presenta de improviso, ese año no habrá cosecha. Su particularidad radica en su continua metamorfosis en el paladar. Prácticas como el empleo del raspón en su elaboración en contraste con una perfeccionada selección de un mosto excepcional. Así su penetrante aroma a violetas se transformará en cerezas, más tarde en almendras, tabaco y especias, para continuar su mutación con todos los recuerdos vegetales inimaginables. 

La producción de este vino solo alcanza 8000 botellas que se beben los americanos en más de un 50%. El poder dictatorial de la casa, en sintonía con la leyenda, se acentúa cuando, en una caja de 12 botellas, solo una debe ser de Romanée Conti y el resto deben pertenecer a otros viñedos de la misma explotación. La Tache, Echezeaux, Richebourg... Cada botella es una aventura fascinante donde el placer y la frustración se dan la mano.

Romanée Conti

Una botella de Romanée-Conti de 80 u 81 alcanza un precio aproximado de 1600* francos, unas 30.000 pesetas. En la tienda Fauchon de París su coste se eleva a 2600** francos, bastante más caro que un frasco del inmortal Chanel número 5. 

La viña de la cristiandad

Los romanos en sus conquistas  plantaban su estandarte como triunfo y la viña como testimonio de cultura. En el momento en que las columnas romanas remontaban el Ródano y se dirigían hacia el norte fueron conscientes de que una climatología no mediterránea exigiría el cultivo de unas variedades distintas. 

Estas suposiciones no dejan de ser confusas. En el siglo V cuando declina el Imperio Romano, los bárbaros del norte ocupan su territorio. Esta gente, que venía un tanto alborotada, llegaba de una fresca isla situada en el Mar Báltico Burgundarholm, hoy Bornholm, de dónde se supone que nace el término Borgoña. Quizá en el año 581 fue Gontrán, rey de los burgundios, quien donó los viñedos de Dijon a la abadía de Saint Benigne. Al bueno de Gotrán le sucede el duque de Borgoña que, siguiendo el ejemplo de su precursor, entrega a distintas órdenes religiosas los viñedos de Aloxe, Fixin, Santenay... 

En el medievo, etapa de autoridad de las órdenes monásticas, y ante el rechazo del excesivo lujo de estas congregaciones, un grupo crea la no menos famosa orden benedictina del monasterio de Cluny, la abadía de mayor influencia de la cristiandad. En sus mejores tiempos, Cluny llego a albergar 2.000 abades y 10.000 monjes. Bajo la divisa "cruce et arato", los cistercienses cultivaban la viña con esmero. En esa época se creó Clos de Vougeot, un monasterio con aspecto de fortín que constituye el cenit de un sistema monacal dedicado a perfeccionar la riqueza del suelo. Hoy es escenario del turista despistado y de unos pintorescos capítulos de Chevaliers du Tastevin, que organizan unas pantagruélicas comilonas despachando a veces sustanciosos negocios que nada tienen que ver con el misticismo de siglos que aún transpiran sus paredes. 

En el siglo XIV la viña prospera, llegando a ocupar grandes extensiones de terreno. Época donde los nobles señores, además de gustar de vino de Beaune, se autodenominaban con los apodos más grandilocuentes: Juan sin Miedo, Carlos el Temerario, Felipe el audaz... 

Borgoña no fue ajena a la moda de los claretes. Durante el siglo XVII y principios del XVIII la mezcla de racimos blancos y tintos dio como resultado un vino rojo pálido, más oscuro que un rosado y más claro que un tinto abierto. 

Si los viñedos de Burdeos pertenecían a una burguesía creada por el comercio, el vino de Borgoña fue en su principio propiedad de la nobleza y el clero. Sin embargo, es la Revolución Francesa la que lo democratiza, pasando a manos de los viticultores, atomizando la propiedad hasta extremos de repartir hoy 3 hectáreas por familia. 

El blanco aristocrático

Cualquier detractor de los blancos de mesa criados en madera se llevaría una sorpresa al ver los excelentes resultados que Borgoña puede ofrecer en ese terreno. Desgraciadamente, en nuestro país no existe la cepa adecuada para crianza a excepción de la viura criada en roble partiendo de mostos de primera calidad, quedando los vinos un tanto enranciados y sin gracia. 

Borgoña, en razón de su climatología y su excelente uva, se permite el atrevimiento de criar los grandes Crus de Chablis, Côte D`Or y Maconnaise, en madera de Limousine. El Montrachet y el Cortón -Charlemagne, su máxima expresión, son vinos solemnes, potentes y glicerinados que adquieren unos caracteres almendrados sin perder ese fondo de fruta noble tan propio de la genealogía de la chardonnay

Hay por supuesto una sutil diferencia entre estos dos grandes vinos, el Cortón-Charlemagne es más agudo y punzante; la chardonnay de montrachet, siendo floral y afrutada, recuerda además el aroma entre hueso de albaricoque, un toque de mantequilla y de piedra de afilar. Además, los grandes vinos de chardonnay recuerdan también a manzana Golden por sus caracteres de maduración, mientras que un chardonnay de mediana calidad es más herbáceo. 

Si no existiese el Chateau D`Yquem, el mejor blanco del mundo sería probablemente el montrachet. Un vino que Alejandro Dumas acostumbraba a recomendar su degustación de "rodillas y a cabeza descubierta". Siete hectáreas de viñedo y 110 hectólitros de producción anual mitifican un vino en el que se concentrara toda la fuerza de un terreno sin árboles, la "colina calva" donde se erigen sus cepas. 

Los vinos comunales, como el Puligny-Montrachet, cuya añada 1980 oscila entre 175 y 180 francos, son ya menos grandiosos, menos suaves y distinguidos a la boca, aunque de gran finura, con una sensación más joven. 

Por último, podría destacarse el blanco de Chateau de Meursault, unas bodegas cuyo aspecto aristocrático se aproxima más a la imagen del Burdeos. Meursault no es solo un viñedo, sino el conjunto de muchas viñas locales ubicadas en este municipio. Su blanco no es tan exquisito ni graso como el Chambertin, pero tiene cuerpo suficiente para envejecer despacio en el roble inmaculado del Chateau

(*)243 €

(**)396 €

Próximo capítulo:

Côtes d’Or: Las laderas de oro

Chablis: Una tipología

Chalonnais y Maconnais: a la sombra de una cepa

Beaujolais: el “valdepeñas de París”

    Escrito por Jose Peñín

    Uno de los escritores de vinos más prolífico de habla hispana y más conocido a nivel nacional e internacional. Decano en nuestro país en materia vitivinícola, en 1990 creó la “Guía Peñín” como referente más influyente en el comercio internacional y la más consultada a nivel mundial sobre vinos españoles.

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