Los vinos que viví y bebí: La Mancha 1982

8 marzo 2022

En 1982 dije de La Mancha que era un vino horizontal como su paisaje, prolífico de cantidad, pobre de virtudes y proletario de consumo. La Mancha era (y sigue siendo) la santabárbara del granel español que incluso surtía a Valdepeñas, que era deficitaria para atender suficientemente a los excelentes mercados en Madrid y Andalucía. Sin embargo, en la D.O comenzaron a aparecer algunos nombres propios con producciones comedidas y con ganas de llevar a la botella vinos con vocación.

En mi primer viaje a La Mancha en 1977, vi que algunos blancos se vinificaban con el hollejo, adquiriendo un leve color ambarino (lo que hoy se llaman vinos naranjas). Los tintos tenían un aroma entre cocido y cemento con sabor a blanco, algo dulzones por su baja acidez, teniendo en cuenta que las fermentaciones sobrepasaban los 30º, y, por ende, sin el más leve recuerdo frutal. La maquinaria la componían grandes prensas continuas. Se entendía que el mejor blanco era el manchego, mientras que el tinto debía de ser valdepeñero; si bien tintos como Yuntero y Estola se erigían como los más notorios de La Mancha. Manzanares, además, gozaba de cierta resonancia en los años Sesenta con su llamado “pálido Manzanares”, un vino blanco hecho con la variedad airén que, en virtud de su procedencia de suelos calizos, tenía cierta aceptación frente a los blancos encubados con la piel del resto.

En aquel viaje, mi objetivo era comprar un tinto para mi club de vinos fuera del viejo retrato del “manchegazo”. Preguntando en los bares pueblerinos llegué a Torralba de Calatrava, a la bodega de Carlos Pinilla Peco. El tinto que me gustó se llamaba Vega Zacatena, cuya botella borgoña llevaba un collarín con la cosecha 1974, elaborado con una tradición bien entendida con la cabeza y menos con el corazón. A pesar de verter el encubado de la cencibel con sus hollejos en la tinaja de blanco, en el tinto se fundían las notas frutales de la cencibel con los toques arcillosos de la tinaja y con la suavidad de la uva  airén. Una producción de 49.000 botellas, algo insólito en aquellas tierras. Tuvo cierto éxito en Madrid, con la valentía de vender el vino a precio riojano. Lamarca, hoy olvidada, está en otras manos. 

Otro de los vinos fuera del estereotipo tradicional manchego fue la bodega Cueva del Granero. Su ubicación en Los Hinojosos (Cuenca), a una altitud de 800 metros, lograba producir unos tintos frescos, de buena acidez, muy parecidos a los de Cahors o a un burdeos joven. Granate brillante, fruta roja y taninos marcados eran el santo y seña de aquel lugar, frente a los más blandos de baja acidez de la llanura.

Uva cencibel (imagen lamanchawines.com)
Uva airén (imagen lamanchawines.com)

La eterna búsqueda de un blanco de calidad

El blanco manchego de airén de aquellos años, más que blanco era rubio. Tenía un color amarillo que perdía su viveza a los pocos meses. Era el resultado, en gran parte de la producción cooperativista en la región, con fermentaciones sin control en enormes depósitos de cemento, muchos sin revestir y almacenados en gigantescas tinas metálicas instaladas a la intemperie, hoy todavía en activo. La utilización de las prensas continuas que exprimían los racimos hasta la sombra y la adición sin cuento del sulfuroso que se combinaba con el vino, resultaba en regustos cocidos debido a la pasteurización, lo que contribuyó a dibujar unos blancos más para mezclas que para beber. Por otro lado, las bodegas tradicionales mantenían más de la cuenta los vinos en grandes tinajas de barro, generando un exceso de sabores arcillosos. El acero inoxidable todavía no había hecho acto de presencia, y únicamente la capacidad de elaborar conforme a criterios internacionales de las bodegas Rodríguez y Berger, en la localidad de Cinco Casas, convirtió la marca española Don Cortez en la más vendida en el extranjero a partir de un correcto granel embotellado en Inglaterra y a precio de risa. El blanco no se vendía en España porque, según Jesús Moreno, presidente del Consejo Regulador en los primeros años Ochenta, el vino no era el típico blanco manchego, era un vino “mariquita “como él decía. Su obsesión llegó a tal punto que, en un concurso para premiar los mejores vinos de La Mancha, llegó a crear dos grupos para los blancos: el tradicional amarillo ocre y el pajizo de la modernidad.

Viñedo La Mancha (imagen lamanchawines.com)

En el año 1975, Rumasa desarrolló una iniciativa, Vinícola de Castilla, cerca de Manzanares, creando un oasis de tecnología en medio del imperio del cooperativismo, para dar salida a un espectacular viñedo que llegó a cotizar en Bolsa. La primera experiencia de su marca estrella, Señorío de Guadianeja, fue el nuevo vino manchego. Su asepsia y pulcritud eran un reproche permanente a lo que allí era moneda corriente: masificación a todo pasto. Cuando el control de fermentación y la inclusión de levaduras industriales acabó con el blanco tradicional, esta bodega fue de las primeras que arrancó con los aromas a plátano que señalaba el nuevo y falso retrato de la airén y que, con el tiempo, las miradas se volvieron a la macabeo que comenzaba su cultivo en esos años. 

Las marcas candidatas de este último grupo eran escasas. El principal fue Torre Bejezar, de la Bodega Andrés Izquierdo en la localidad de Socuéllamos. Andrés, hermano de Basilio Izquierdo, el que fue enólogo de CUNE, fue el primer bodeguero en la D.O. que utilizó depósitos de acero inoxidable con control de temperatura de fermentación y la primera figura que optó por elevar de rango al vino manchego. Disponía de una excelente explotación agraria con 100 hectáreas de cabernet sauvignon, merlot, chenín blanc y riesling además de la cencibel y airén. En otra visita que hice en 1982 probé un blanco de la última cosecha con un aroma sincero a uvas y no a hollejo o a lías. De un tono pálido y brillante y no ambarino, el sabor de excelente frutosidad dejaba asomar un moderado carácter de la airén.

Mi primer pecado en el vino

Con 7 años de experiencia -que no era nada- y de mis viajes a Burdeos aprendí a apartar el grano de la paja. Mi modelo de blanco de calidad no era el riojano ni el gallego sino el bordelés, ¿Cómo no?  Aquellos sauvignon blanc mezclados con semillón del Garona me parecían vinos inalcanzables para imitarse en el ancho mar manchego. Hasta que un día se me presentó Ángel Artacho con un blanco envasado en botella rhin: Campo Almedina. Era un Artacho desgajado de la familia propietaria de Bodegas Riojanas que se refugió en las tierras altas entre Cózar y Almedina. Me sorprendió por su acidez y ligereza, aunque falto de aroma. “Me gustaría mejorar y dar a conocer mis vinos y usted creo que lo lograría y estaría dispuesto a ofrecerle el 20% de la bodega” Así, de sopetón, Artacho a pesar de su timidez y con cara de buena persona, no tuvo ningún reparo en hacerme esa oferta. Acepté, más como un reto y no por convertirme en bodeguero, pensando en una fecha de caducidad. A pesar de contar con un pobre y viejo utillaje y haciendo florituras para que la temperatura de fermentación no se disparase, el secreto estaba en la altitud de su viñedo, en las primeras rampas hacia la sierra de Alcaraz a una cota de 900 metros. Las noches eran más frías y eso contuvo la temperatura de los vinos.

Imagen blog.bodegasviyuela.com

Como la marca actualmente desapareció, cuarenta años más tarde puedo confesar el secreto a voces como fue el añadir un aromatizante a este blanco de modo que, sin perder el leve carácter varietal de la airén, ganaba en potencia olfativa. Una idea que me sugirió un enólogo francés, con la advertencia de que un ligero exceso del aditivo, tal y como ocurría en muchas bodegas españolas, sería un desastre. El vino obtuvo un gran éxito en concursos vinícolas, lo que propició su distribución por toda España. Llegado a este punto, abandoné el proyecto por haber cumplido el reto. Sin embargo, la escasa voluntad comercial de Ángel Artacho, ese hombre bueno, tímido y bohemio, desembocó años más tarde en su desaparición.

Aquellas tentativas de mejora por parte de estas bodegas, fueron engullidas por la ideología e inercia manchega de los grandes volúmenes de sus 1.500 millones de litros y bajos precios. Vender más caro de lo normal aquellos vinos singulares era una heroicidad y por eso desaparecieron o se olvidaron. En los últimos años va apareciendo otra generación más joven de bodegas de terruño que espero mantengan la ilusión que un Artacho, Izquierdo, Nieto (Cueva del Granero), Protasio (Rodríguez y Berger) y Pinilla proyectaron en los Ochenta y que estos nuevos emprendimientos no sean flor de un día.

    Escrito por Jose Peñín

    Uno de los escritores de vinos más prolífico de habla hispana y más conocido a nivel nacional e internacional. Decano en nuestro país en materia vitivinícola, en 1990 creó la “Guía Peñín” como referente más influyente en el comercio internacional y la más consultada a nivel mundial sobre vinos españoles.