¿Destruir el lenguaje del vino?

23 noviembre 2023

En infinidad de ocasiones a los profesionales se nos ha reprochado cargar de excesivo contenido al vino. Con relativa facilidad los prescriptores nos hemos adentrado en un complejísimo mundo de tecnicismos y variables que, aunque nos hemos empeñado en explicarlas, nos han alejado respecto al consumidor final, no siempre dispuesto a dedicar el tiempo necesario para poder moverse con soltura en la compleja cultura vitícola. Así fue a finales del siglo XX y así ha continuado siendo en pleno siglo XXI, y todo ello a pesar de que se demanda una perspectiva más hedonista y disfrutona.

Mucha gente se siente insegura al pedir un vino en un restaurante, ante el temor de decir una soberana tontería y quedar como un estúpido ante el sumiller y sus compañeros de mesa. Se deja que sea el propio sumiller el que extraiga la información necesaria, a veces con sacacorchos, ante un cliente tímido y abrumado por la carta de vinos. Esta situación, más común de lo que nos creemos, es fruto de un cúmulo de circunstancias entre las que destaca el papel de la prensa especializada y de las propias bodegas.

La amplia diversidad de estilos y todos los condicionantes que hacen que los vinos sean como son, permite a los periodistas escribir a rienda suelta sobre su idiosincrasia, aunque muchas veces sea más por el propio regocijo del escribiente que por la necesidad del lector. ¿Deberíamos destruir el lenguaje del vino tal y como lo conocemos hasta la fecha y empezar a crear uno nuevo?

¿Qué es lo realmente importante del vino?  

Resulta obligatorio plantearse cuáles son los temas a destacar en un vino a la hora de escribir sobre él. A priori, los puntos clave son los que ayudan a hacerse un dibujo completo y exacto sobre el vino en cuestión.

Una descripción sencilla de las sensaciones que genera un vino es quizá el paso natural más lógico a la hora de hablar sobre él. Sin embargo, se entendió que no era suficiente. Por un lado, se veía el vino como un producto especial, cuyo consumo era más sofisticado que el de la cerveza. La cerveza implicaba un consumo impulsivo y en cierta medida 'aneuronal', pues no exigía ninguna reflexión. Por el contrario, al vino le pedíamos justo lo contrario. No queremos que la gente lo consuma sin más. Les pedimos que lo miren, que lo huelan a copa parada, luego que lo muevan y lo vuelvan a oler y finalmente lo ingieran. Todo un ritual del que deben extraer información variada para poder apreciar el producto en su plenitud.

Pero no nos quedamos ahí, fuimos un paso más buscando la raíz y la existencia de cada propio vino. Incluso las bodegas con productos más sencillos se atrevieron a complicar el consumo de sus vinos de menor precio haciendo hincapié en los matices procedentes de sus elaboraciones, crianzas, suelos y climas, información que el consumidor en muchos casos no estaba capacitado para encontrar. Todavía en el siglo XX, con unos abuelos y padres de cierta edad acostumbrados a comer con vino sin hacerse preguntas, el consumo del vino tiraba a cifras hoy soñadas. A medida que nos adentrábamos en la década de los Ochenta el mensaje se volvió más y más complicado, y con cada nuevo mensaje nos alejábamos más y más del consumidor. 

El enfoque de la Guía Peñín

Nos encontramos frente a un producto donde entran en juego los sentidos y por tanto la capacidad de identificación por parte del consumidor. El lector no va a oler y saborear el vino del que hablemos en el momento de leer, por lo que deberá, a través de nuestras palabras, hacer un ejercicio mental para trasladar el escrito a la identificación del producto.

Esta situación nos llevó en Guía Peñín a iniciar una cruzada en favor de una terminología adaptable y comprensible por todo tipo de consumidores. En los inicios de la Guía, José Peñín ya trató de hacer una descripción menos pomposa del vino. Se hacían frases cortas, muy descriptivas y se evocaban aromas y sabores conocidos. Este lenguaje llegaba en un momento en que la prensa del sector internacional o describía los aromas del vino con términos como kirsch, asfalto, grava o grosella espinosa, o usaba notas de cata muy subjetivas que trasladaban la emoción del catador más que la esencia del propio vino.

Sí Peñín trajo el germen del cambio, la llegada de Carlos González como director de la Guía en la edición 2012 hizo el resto. Carlos, tan poco dado al protagonismo del catador sobre la del propio vino, buscó con su carácter castellano y su forma reflexiva de ver el vino ahondar más en los términos e inicio una limpia y selección que llega hasta nuestros días. La idea: afinar más la descripción, con el objetivo de intentar calcar el vino de la forma más sencilla y directa posible, usando descriptores todavía más asimilables por cualquiera. En esta línea y con los años hemos ido modificando los términos, haciendo de cada nuevo descriptor un intenso debate en el que nos preguntamos si será lo suficientemente explícito para el común de los mortales. En este proceso no evitamos buscar términos sencillos para trasladar sensaciones extremadamente complejas.

Sencillez sin caer en el simplismo

Uno de los miedos a la hora de intentar transmitir la esencia o identidad de un vino es graduar el nivel de información que se da del protagonista en cuestión. El periodista, calibra en este caso la extensión a la hora de escribir en torno al vino y se plantea, a menudo, si no estará simplificando demasiado con el objetivo de llegar a todo tipo de lector/consumidor. Es aquí cuando nos llega la primera duda. ¿Qué quiere saber sobre el vino la persona que ha llegado a este artículo? Se sobreentiende que el hecho de consultar una web especializada en vinos ya apunta a un modelo de consumidor. ¿Pero no queremos que la cultura del vino llegue a más gente?

Esta sensación se acentúa más si cabe cuando el vino del que se habla es un ‘fuera de serie’. En estos casos tendemos a querer dar más información ante el miedo de ser demasiado escuetos en un vino de altas puntuaciones y que por tanto no luzca como merece. Se usan calificativos grandilocuentes que acompañan y armonizan la alta puntuación, y en muchos casos se evita hacer algún tipo de crítica que reste vitalidad y protagonismo.

Vinos para consumir sin más y vinos que nos cuentan historias

Una de las cosas en las que hace hincapié la Guía Peñín es identificar el vino conforme no solo a su calidad, sino también, y aquí es donde entra en juego la prosa, la relevancia del vino más allá de su equilibrio y complejidad. Existen vinos buenos sin más, vinos de fácil consumo, pero hay otros, y estos son los menos, donde además de la buena calidad encontramos algo más, vinos donde la historia es tan importante como el propio vino. Estos vinos se adentran en la identidad del terreno y también en la psicología de su elaborador. 

Tienen más vida más allá del propio vino. Es en éstos donde las palabras salen con fluidez y donde más información podemos aportar al consumidor. Estos vinos cuentan una historia más allá de la descripción del propio vino, de sus matices, y son como los grandes libros, que generan afición y emoción. Es ahí donde debemos hacer un ejercicio de transformismo, pues este vino se aleja de un tipo de consumidor y nos acerca a otro que necesita información más detallada acerca de un vino en el que seguramente haya gastado mucho dinero.

Recientemente hablando con un periodista poníamos en valor la figura de un sumiller que no sólo aconseje, sino que sea capaz de generar emociones en torno a un vino. Si lo trasladamos a la prensa del vino, los medios especializados debemos poner ese punto de emoción y de sensibilidad en torno a determinados vinos que nos aproximan al éxtasis por diversos motivos. Los vinos de este calibre trascienden las barreras normales de un bien de consumo y nos acercan a experiencias y momentos irrepetibles que permanecerán en nuestra memoria. Como un gran viaje, una cena espectacular o una película para el recuerdo.

El lenguaje del vino se ha de adaptar como lo hace el propio consumo, o la propia prensa generalista, o los novelistas y músicos de nuevo cuño. Debemos encontrar el equilibrio para no renunciar a la cultura y tradición que encierra una bebida histórica como el vino.  Y, además, debemos convertirlo en algo atractivo y moderno. ¿Fácil?

    Escrito por Javier Luengo, director editorial de Peñín