Menú degustación, ¿un placer o un peligro? (II)

15 noviembre 2022

En el capítulo anterior justificaba los elevados precios de los menús degustación por ser una obra de arte del cocinero, en donde interviene mucho personal, y por los elevados costes de producción. Sin embargo, estoy seguro de que en las mentes de los grandes cocineros habita el deseo de dividir la longitud del único menú degustación en varios, pero ello conllevaría una logística más compleja. 

Esta división estaría más cerca de los deseos de los comensales, la mayoría más dispuestos a “restaurarse” que, a ponerse a probar mil bocados, como si fuera un maratón sensorial. La opción de elegir siempre será más cómoda para el cliente que el tener que lidiar con la retahíla del largo menú único. No podemos olvidar que existen dos modelos de comensales: los que van a comer y compartir con el resto de la mesa una cocina de calidad, que son la mayoría, y los que van a catar creatividad que constituyen una minoría.

La intencionalidad de los menús “3 estrellas”

Siempre me he preguntado si la razón de implantarse el menú degustación único se debe a la intención de mostrar la creatividad del cocinero en una sola visita o, simplemente, a ajustar la compra de las materias primas sin sobras y con mesas reservadas de antemano. Es cierto que diseñar un plato no es tan fácil para que los elementos que lo componen se mantengan erguidos, brillantes y con el cromatismo de contrastes. Las cocciones más cortas, la sofisticación de las salsas, las diferentes texturas, el trabajo encorvado del equipo de trabajo pinza en mano y los tiempos medidos hasta que llegue a la mesa, suponen un trabajo mucho mayor que en los restaurantes de antaño. 

Sin embargo, el cocinero deberá reflexionar -ya lo dije en el capítulo anterior- si el paladar se halla en la misma disposición para percibir toda la dimensión de los sabores después del duodécimo bocado. Si de lo que se trata es de que el cliente conozca el arte culinario del cocinero ¿Por qué no imitar las cartas japonesas, en donde los bocados son elegibles y no impuestos en un menú? 

¿Por qué no crear menús con tan solo 4 o 5 platos que dejarían un camino abierto para acudir más veces al restaurante y así conocer el resto de los platos? Es cierto que en los últimos 10 años existen menús más cortos, pero siempre impuestos desde la cocina. Otro aspecto del asunto es la sensación de agobio en la presentación del bocado por parte del camarero, interrumpiendo la conversación permanentemente para narrar, de forma ininteligible en la mayoría de las ocasiones, el nombre memorizado de un plato y su elaboración hasta tal punto que en algunos platos “nos obliga” a comenzar por la izquierda o derecha, o introducir algunos bocados enteros que casi no caben en la boca 

¿Es una cena apacible y entretenida o una prueba sensorial gustativa, incluida fotografía del plato y bolígrafo en ristre? Es evidente que esto es más el trabajo de un crítico que de un comensal. Por ello, salvo que la razón sea una curiosidad culinaria o una pasión por la cultura de los sabores, habrá que abstenerse de ir a comer o cenar a estos restaurantes con intenciones sociales, profesionales o tertulianistas, y no digamos reservando para más de cuatro personas. Lo ideal para disfrutar de esta cocina que necesita tranquilidad y voz baja, es ir en pareja o, a lo sumo, cuatro personas muy identificadas con la vanguardia culinaria.

El maridaje del vino

Al precio del menú degustación de tres cifras hay que añadir el gasto en el maridaje vinícola. Un gasto que supone casi un 50 por ciento del precio, con la presencia de más de ocho vinos en cada sesión. No voy a entrar en el asunto del gasto, sino en cuestionar la necesidad de abrumar con vinos de diferente pelaje cuyas características se diluyen en la explosión de sabores del menú.  Pese a estar acostumbrado a catar de una tacada más de 20 vinos, puedo asegurar que en el carrusel de bocados es difícil distinguir las diferencias entre las marcas. Es posible que una gran parte de los comensales queden deslumbrados en lo sensorial por esta liturgia, más que por saber si la calidad del vino guarda relación argumental con el plato a degustar.

La nueva estética de los restaurantes

Dejando atrás el titular del menú degustación, la carta de “primero, segundo y postre” debió haber sido inventada por una mente preclara. De un modo bastante preciso estaba calculado el equilibrio nutricional y la cantidad que necesitamos. También por eso creo que debió implicarse en el tamaño del plato, para que se ajustara a la cantidad adecuada de alimento que, con unos milímetros de más o de menos, coincide en todo el mundo. Hoy ya no es así. Los menús degustación de porciones más reducidas, han horadado en la mente creativa de los ceramistas para diseñar platillos más pequeños, algunos de formas dalinianas, incapaces de soportar los cubiertos una vez finalizado el plato, y que terminan desplomándose por manteles y suelos.


Estos marcianos parecen querer acabar con el retrato histórico como acabaron los cangrejos americanos con los inocentes crustáceos de nuestras acequias. Otro asunto es el interiorismo vanguardista, cuyo diseño se ha impuesto en la restauración de medio mundo. Esta innovación no debe justificar mesas sin manteles o sillas esqueléticas que invitan a pagar y salir corriendo. 

El restaurante no solo son los platos sino la confortabilidad, la conversación, el sosiego de los sentidos. Me aflige ver una pareja pendiente de los platos, silenciosa y móvil en mano y, por otro lado, sentirse uno en medio del jaleo al modo neoyorkino pero que para mí es el jaleo de un bar.

El menú de moda

El menú degustación ideal ha tenido que inventarlo los propios comensales. Cuando hace años nos daba vergüenza repartir en mesa un plato para dos, hoy las cartas ofrecen la opción de los “medios platos” y parece extenderse de un modo racional. Tal vez sea ésta la fórmula más elegante de reducir la minuta sin mermar el placer. Mi experiencia es que con esta opción me permite cargar la cuenta en el vino. Ello supone que los dos platos y postre tradicionales se conviertan en 6 raciones de diferentes contenidos, con la cantidad y tiempo suficiente para disfrutarlos sensorialmente. En cuanto a la armonización con el vino, no pasar de dos, a lo sumo tres botellas para cuatro.

Los antecedentes

Yo procedo del menú “largo y estrecho” que se implantó durante la Transición. Época en la que la crítica culinaria dejó de pertenecer a aquellos escritores adinerados y de tendencias afrancesadas, para ser reemplazados por la “gauche divine” del periodismo culinario. Nos poníamos como el “quico” ante los primeros emplatados que comenzaron a aparecer en aquellos años en la mesa pública. Me pegué a la tropa de moda de los Setenta, capitaneada por el gran Xavier Domingo y los exiliados de la mítica revista Cambio 16, como Antonio Ivorra y Oscar Caballero, así como también Luis Bettónica, Carmen Casas, Víctor de la Serna (Punto y Coma), Eugenio Domingo, Gonzalo Sol, Paco López Canís y Antonio Vergara; siguiéndoles José Carlos Capel, Cristino Álvarez, Joaquín Merino, Rafael García Santos, Jorge Víctor Sueiro y alguno más que no recuerdo. Aquellos menús fueron los primeros en venir de la cocina emplatados.  Esos platos constituían el escaparate papilar de lo que se cuece en la cocina, y tú te quedabas con lo que más te gustaba para la siguiente visita.

Quince años más tarde, el menú degustación fijo se convierte en arte en El Bulli, porque representaba el primer ejemplo y el paradigma de un festival sensorial más allá de la intención de ir a un restaurante. Íbamos al parque temático de los sabores y no dejaba de ser un contrapunto en la cocina pública. Hasta treinta bocados era un número imposible de memorizar, algunos de los cuales sólo recordábamos al leerlo en la hojita-menú que nos entregaban al final. Además, al Bulli tradicionalmente se iba solo una vez al año. Al final de la jornada, algunos amigos comenzaron a sentir cierta dispepsia, lo que fue origen de la consabida pregunta de las alergias.  

Desde que la cocina del Bulli nos enseñara que la fotogenia en los platos tiene una función artística, como la atracción por comerlo, hoy esta práctica está generalizada en la mayoría de los restaurantes, con resultados desiguales. En esta pauta es fácil comprobar como restaurantes pretenciosos embadurnan con excesivos ingredientes que enmascaran el protagonista principal del plato, en ese afán de ser rupturista a toda costa. A veces, se echa mano de ingredientes no comibles por su valor estético, pero en general parece primar la belleza visual sobre la belleza del gusto. Hoy ya no se oyen aquellos elogios del antiguo comensal español a los platos bien nutridos de antaño. Aquella costumbre mediterránea de dejar alguna sobra, signo de poderío económico, ha pasado a mejor vida.

    Escrito por Jose Peñín

    Uno de los escritores de vinos más prolífico de habla hispana y más conocido a nivel nacional e internacional. Decano en nuestro país en materia vitivinícola, en 1990 creó la “Guía Peñín” como referente más influyente en el comercio internacional y la más consultada a nivel mundial sobre vinos españoles.