Recogiendo el término unamuniano, cito mi historia personal con Jumilla cuando su excelente granel era el reclamo principal por encima de los tímidos comienzos del vino embotellado. Un relato en el que afloran algunos aspectos desconocidos en mis primeros viajes en los años 70 y en los siguientes.
El célebre y desaparecido humorista Forges acuñó al jumilla como un extremo del morapio carpetovetónico y popular frente al rioja de los pudientes. Era el retrato de vino «macho», por el alcohol que ganaba al sol de Murcia. Mi primera visita fue en marzo de 1976. Al probar los tintos de algunas bodegas, pude observar que la mayoría querían transmitir una imagen de vinos con vejez, y como resultado, obtenían unos vinos algo evolucionados con falta de fruta, mucho alcohol y, posiblemente, con acidez baja, lo cual destacaba bastante. Eran tiempos cuando la vocación de la monastrell era la de vino rancio cuyo papel en el fondillón alicantino y en otro rancio que hoy apenas emerge “Jumilla Monastrell” era concluyente. Sin embargo, la rentabilidad más efectiva fue el granel por su color y grado alcohólico que llegaron a interesar a algunos franceses para su comercio del cupage. Es cierto que, en los años 50, los viñedos de Jumilla eran los más rentables de España e ideales para para mezclarlos con los blancos manchegos para la exportación con un gran éxito ayudado por la caída de la producción de Argelia por la independencia de aquel país. En mis primeros encuentros con el jumilla el embotellado apenas llegaba al 9% de la producción.
Las bodegas más notorias eran Juvinsa, Carcelén y Bleda. En aquellos años, la familia García Carrión parecía desmarcarse de este estilo, y por eso llamé a la puerta de su bodega para comprar vino para mi empresa de venta de vinos por correspondencia. Llegué a conocer al padre de Pepe García Carrión, cuya fama actual se debe a un concepto global de consumo materializado por el famoso tinto Don Simón. Nombre procedente del Castillo de San Simón y que “desantificaron” con el termino burgués del Don.