En el siglo XX, una noruega, Erna Knutsen, catadora, vicepresidenta de una importadora de café y finalmente propietaria de ella, creó el término “café de especialidad”, con el que se busca mejorar la calidad en el sabor a través de procesos de cultivo más sostenibles, haciendo hincapié en el origen específico de cada grano de café. Es el momento en el que el café se acerca más al concepto del vino, dotándolo de una mayor sofisticación y haciendo de sus diferencias un disfrute para los amantes de los sabores y aromas. En este punto, en los Setenta, se eleva el producto a un nivel más social y gourmet. Elaborando nuevas técnicas, versiones y fusiones, pero sin apartarse de la tradición más pura, múltiples cafeterías y grandes cadenas como Starbucks o Nestlé comienzan a comercializar con él basándose en las diferencias entre sus orígenes y estilos.
El consumo de café ha aumentado en los últimos años entre un 15% y un 20%. Y, ¿por qué? Quizá porque también ha aumentado el consumo de ocio (alrededor de un 19,4%) y, hoy en día, ambos caminan de manera paralela.
El café de la sobremesa, el de esperar a alguien en una terraza al sol, o el de antes de entrar al trabajo. Todos ellos conviven actualmente con un grupo de personas, cada vez menos reducido, que disfruta del café de otra forma, poniendo especial atención a los aromas, sabores, la acidez o el cuerpo. Algo muy similar a lo que ocurre con el vino.