No sé a quién se le ocurrió bautizar “tinto de verano” al vino con gaseosa cuando en las tres cuartas partes de la España de hace más de 35 años se bebía en todas las estaciones del calendario. Unos le echan gaseosa y otros refresco de limón carbonatado pero ambos se toman la bebida como un refresco veraniego. La primera opción llegó a ser una bebida nacional entre la clase trabajadora y campesina como una forma de hidratación frente al agua sospechosa.
Llega el verano, los calores, la playa, la paella, la piscina y la pregunta morbosa: “Tú que escribes de vinos ¿que opinas del tinto de verano?", como esperando alguna imprecación hacia el bebercio. La respuesta es tan clara como decir que me encanta. Con el calor, o simplemente porque me apetece, a la gaseosa fría le pongo un chorrito de tinto joven de la nevera, y ya tenemos con todos los honores una bebida con el alcohol de una cerveza y además dietética con el vino como ingrediente. Que quede claro. Es la eterna manía de considerar al vino como un intocable para las prácticas mezcladoras cuando en su historia milenaria era corriente que al vino se le echaran frutas, resinas, miel, aromatizantes florales y especias. Nunca como en las últimas décadas bebemos vino puro, aunque nos parezca algo normal.
He tenido que escribir de este asunto desde tiempos inmemoriales. Recojo un resumen de un post que publiqué hace un año con alguna otra pincelada y recordar al final unos consejos lucrativos para manejar esta bebida.
Antes que nada, quienes proyectaron con mas ahínco el tinto de verano son los amantes de la sangría. Aquella bebida que triunfó en la Exposición Universal de Nueva York en 1964 como la única y triste referencia visible del vino español en aquellos años.
Tinto de verano o tinto con gaseosa
Una cosa es el tinto de verano más cercano a la sangría con la incorporación de rodajas de limón y limonada y otra el vino con gaseosa sin más.
Para mí, en estas dos combinaciones el vino no queda “desacreditado” porque su músculo tánico no cuenta sino su toque frutal y su ligero golpe de alcohol. Es la “sal y pimienta” del agua carbonatada. No es beber vino con todos sus atributos que conocemos, sino beber un refresco hidratante condimentado con vino. Como dije antes, esta combinación particular-familiar fue hasta hace nada la bebida nacional en las mesas públicas proletarias y hogares suburbiales y campesinos. También era el maquillaje de tanto vino mediocre que circulaba por España, constreñido a unos precios que, de subirlos, podría ocasionar un conflicto de masas. Hace bastantes años al sentarme en un restaurante de carretera de medio pelo me ponían una botella de vino anónimo y la gaseosa regional antes de pedir la carta. En la mesa doméstica se convertía en un remedio para hidratarse antes que beber el agua urbana con su correspondiente cloro o la del pozo siniestro de la España seca. Con esta alianza la honra del vino queda a salvo como el ron en el cubata, el whisky con hielo y agua, la ginebra del gin tonic, el vino con cola del calimocho, la manzanilla con refresco de lima-limón del rebujito y el vodka con el refresco de naranja. Si quiero entrar en la entraña sensorial de los destilados me los sirvo solos sin hielo y sin refresco. Estoy lo suficientemente educado como para gozar con cualquier marca espirituosa de culto percibiendo todo un arcoíris sensorial como si probara el mejor vino de terruño. Otro asunto es que sea en formato de combinado al que llamo simplemente refresco.
La burbuja y su historia
Así pues, el llamado tinto de verano o el histórico vino con gaseosa, es el último rescoldo del vino romano, aunque no por la gaseosa, claro está, sino por las mixturas citadas donde el sabor dulce era una condición esencial. Por lo tanto, el actual vino con gaseosa es una cosa seria porque se trata de un artificio que rememora antiguos deseos de acceder al vino de modo refrescante e hidratante, siguiendo el reflejo de beber para calmar la sed más que una maniobra hedonista. En la antigua Grecia el vino con burbujas -naturales, se entiende- tenía más relevancia que los demás. Algunos decían que la espuma, el alcohol y el sabor dulce invitaba a la concupiscencia, mientras que otros lo calificaban como vino endemoniado por los dolores de cabeza que producía.
En la época de Rojas Clemente, en los primeros años del siglo XIX, los españoles llamaban al vino con burbujas “vino chisporrotero”. Hasta hace treinta años, sobre todo en Castilla y León, en los pueblos había tantas fábricas de gaseosa como bodegas. Era una forma barata de continuar con una tradición de los claretes leoneses con carbónico residual. En mis años infantiles el sifón era un elemento imprescindible en hogares y tabernas. En la barra del bar era normal pedir un vaso de vino y, si no decías nada, te echaban un chorrito de sifón. Las familias bodegueras de Burdeos en sus almuerzos familiares le echaban agua para poder beber más cantidad. Recuerdo una anécdota en mis primeros años báquicos cuando Madame Jaubert, dueña de Chateau Falfas, elegante donde las haya, vertía agua en su copa de vino. Todavía con mi bisoñez y con el catecismo enológico en mi cerebro, le pregunté escandalizado el porqué de esa herejía. Me respondió que era una prueba de amor hacia el vino ya que no soportaba beber agua sola y menos los refrescos artificiales como ella sentenciaba. Era su manera de mitigar la sed sin afectar los momentos solemnes de descorchar un viejo Côtes de Bourg para un gran almuerzo.
En la sociedad mediterránea se ha separado el vino como bebida cotidiana de necesidad alimentaria del rito hedonista de los moscateles y malvasías dulces en manos de la nobleza y burguesía. Aguar o carbonatar el vino fue una práctica generalizada en el día a día en los países vitivinícolas del Mare Nostrum.
Ya he dicho en otras ocasiones que cuando Dom Perignon inventó la posibilidad de encerrar en botella un vino sin terminar de fermentar, con el carbónico residual y, por lo tanto, dulce, quería conservar durante el verano el dulzor y la frescura de la burbuja residual de la fermentación que, con el frío de las profundas bodegas, se mantenía hasta llegar esta estación y así empalmar con la siguiente cosecha. Era la mejor fórmula de salvar al vino de la Champagne. Al envasarlo impedía la fermentación total que se producía con los primeros calores con el resultado de un vino seco, insulso, ácido y sin gracia. Además, el vino en este estado burbujeante y dulce permitía una mayor ingesta y la hidratación necesaria en las comidas. Ya unos siglos antes, Eiximenis en 1340, hablaba del vino hormigueante refiriéndose sobre todo al vino en este estado. Cuando Pasteur dijo que el vino era la más sana e higiénica de las bebidas la comparaba con el agua cuando en sus tiempos no lo era. El recuerdo fresco y goloso del mosto sin acabar de fermentar y la necesidad hídrica de una sociedad tanto rural como urbana sometida más que hoy a un mayor desgaste físico, situó el vino con gaseosa o sifón en la dieta diaria. La necesidad de beber se anteponía al placer de degustar. Cuando hace 40 años el consumo de vino alcanzaba los 70 u 80 litros por persona, realmente eran 160 litros de una liga de vino con gaseosa que abarcaba el 80 por ciento del consumo nacional. Este agua edulcorada y carbonatada nació silenciosamente para el vino. Los botellines de medio litro de gaseosa con obturadores de chapa que se vendían en los pueblos, compartían mercado con las botellas urbanas de litro provistas de vistosos obturadores de palanca y cerámica. Los fabricantes evitaban por pudor hacer publicidad de la gaseosa para mezclar con el vino. Intelectualmente era una aberración hacer pública esta alianza.
Hoy, cuando existen otras alternativas refrescantes, el “tinto de verano” convertido en marca, se convierte en algo más trivial que necesario. No hay que olvidar que la naturaleza humana acepta, después del agua, el sabor dulce-ácido del refresco carbonatado. El calimocho, el gin-tonic y el cubalibre, entre otros, son hijos de esta mixtura. El “tinto de verano” es otro más.
Breves consejos para beber el tinto de verano (de vino con gaseosa o limón)
1.- El vino deberá ser joven de la última cosecha, intenso de color y muy afrutado.
2.- El tinto deberá conservarse en la nevera frío e igualmente la gaseosa.
3.- Debe evitarse añadir el hielo para no aguar el vino diluyendo los rasgos frutales del mismo y rebajando la intensidad carbónica. Haced lo mismo que con la cerveza.
4.- Evitar los tintos ligeros, viejos, tánicos y con madera.
5.- Ojo con los envasados del mercado que suele llevar azúcar añadida.
6.- Si aprovecháis el verano para hacer dieta y os sirven el vino mezclado con refresco de limón, advertid al camarero que utilice los que lleven edulcorante tipo “zero”.
7.- Los monastreles (Jumilla y Alicante), mencías (Bierzo, Ribeira Sacra y Valdeorras) y garnachas (Aragón, cooperativas de Méntrida y Cataluña) son los mejores porque tienen los taninos más escasos y suaves.
8.- Si pedís un “tinto de verano” preguntad si lleva gaseosa o limonada carbonatada, generalmente esta última suele estar azucarada.
9.- Adquirid un bag-in-box de 3 litros de tinto con las características citadas conservado en el frigorífico de donde os podéis servir la cantidad conveniente sin que el vino se oxide.
10.- ¡Ah!, el vino con gaseosa tiene menos calorías.