La soledad del viticultor

4 febrero 2020

En estas últimas semanas hemos leído en los periódicos las tumultuosas y audaces protestas de los agricultores demandando precios acordes con los tiempos. El problema de los bajos precios de la uva y de la aceituna, que nos toca más de cerca, se extiende al resto de los productos agrícolas. En mi ya larga vida vinológica he presenciado estas lágrimas. Siempre ha habido estas reyertas que, en tiempos del Invicto, cuando se regulaban los precios por arriba en vez de por abajo y la cosa se ponía fea, se solucionaba con ayudas a la producción cuando lo razonable hubiese sido subvenciones a la comercialización. Hoy este recosido lo prohíbe Bruselas y, por lo tanto, que cada palo aguante su vela.

Es inconcebible que se siga pagando la materia prima con los mismos precios de hace 30 años. Si esto ocurriera en otros sectores como la industria y servicios, hace tiempo que se hubiesen cerrado más empresas de las que tenemos noticias. La reacción reivindicativa de estos sectores obtiene más frutos gracias a su mejor organización y capacidad de convocatoria y las consecuencias de una paralización del país. En cambio, el sector agrario atomizado y con poco trayecto para detener la producción, apenas alza la voz quedándose en simple protestas locales que no alcanzan al establishment político.

En cuanto a los precios agrícolas, las protestas, que por tradición se dirigen al gobierno de turno, creo que deberían ir encaminadas a los intermediarios y, concretamente, a las grandes superficies porque son las que atornillan al productor acosado por la siguiente cosecha que hay que recolectar. En el vino se da el fenómeno de que cuando se establecen los precios de la uva después de la cosecha, pocos viticultores los aceptan a la espera de una cotización mayor. Los cosecheros, en junio al borde de un ataque de nervios, aceptan los precios que les ofrecen porque tienen que vaciar los depósitos para recibir la siguiente vendimia. Este fenómeno se produjo en Australia hace unos años, los proveedores, con ese pragmatismo anglosajón, no aceptaron los precios impuestos por las grandes corporaciones amenazando que si no había un justiprecio dejaban las uvas sin vendimiar y se quedaban tan frescos. Esto en España es imposible por razones sentimentales y de tradición. El mundo del vino español es la antítesis del pragmatismo.

La españa vaciada

Ahora que se habla tanto de la España vaciada a nadie se le ocurre pensar que la razón son los bajos precios agrarios.

Mucha gente cree que creando industrias en los pueblos evitamos la despoblación como si esto no se hubiera intentado. Otros hablan de la venta de proximidad, que solo puede funcionar si pueden absorberlo las grandes ciudades. De hecho, en el caso del vino funciona más o menos, siempre que sea competitivo el precio de una cooperativa o bodega pequeña con los de los grandes embotelladores, cuando lo que hay que hacer es potenciar la agricultura que es lo que está en el campo. Todos sabemos que nuestros precios agrícolas no son baratos porque nuestros costes de producción y el anticiclón de las Azores de escasas lluvias no lo facilita; Bruselas dixit. ¿Qué otras alternativas tenemos que no sea una agricultura más selectiva con calidades superiores que justifiquen unos precios superiores? En el vino este fenómeno se ha producido de tal modo que muchos urbanitas se han ido al campo a producir vinos de calidad y el asunto parece que funciona básicamente como forma de vida, no para hacerse ricos. Si la bodega boutique es viable ¿por qué no crear pequeñas explotaciones hortícolas ecológicas de modo que siendo una producción más cara sea de una gran calidad? A la gente ya no le importa comprar un vino extremeño tan caro como un Rioja si sabe que es de calidad. Lo mismo podría ocurrir con los tomates, cebollas, coles y todo el firmamento vegetal. Sin embargo, con los productos agrarios ocurre como en el vino en los años 60, cuyos precios tenían que ser baratos porque era un producto de primera necesidad. Entiendo que la cesta de la compra debe de aquilatar los precios, pero siempre nos quedará el placer de tomarnos un buen tomate caro pero buenísimo para el fin de semana. Sin embargo, todavía es pronto para que la gente asimile que los productos hortícolas de calidad se paguen más caros.

Sin llegar a esta sofisticación que cito, lo que es trascendental es que el Gobierno conceda manga ancha a la Comisión de la Competencia para fijar unos precios mínimos rentables. ¿Si el Gobierno tiene capacidad para regular el salario mínimo, por qué no hace lo mismo regulando unos precios mínimos agrarios?  Un ejemplo: si el precio del vino a granel -que en la actualidad se paga a 0,35 €- subiera a 0,80 al viticultor le saldría rentable tal y como lo venden los italianos. Si sumamos los 45 céntimos de diferencia al precio total de la botella, el consumidor no lo notaría, incluso el que compra en las grandes superficies. Solo hay un vino caro si hay otro más barato. El problema es con que cualquier subida del sector primario el precio se multiplica porcentualmente por los impuestos, logística distribución y venta al detalle. Habría que pormenorizar los beneficios y costes de la intermediación.

Hace cuatro años exportábamos a 0,35€ el litro, al año siguiente subió a 0,60€ debido a una cosecha más escasa y no hubo chispas. Bastó que el siguiente año hubiera una buena cosecha para bajar, lamentablemente, al mismo precio anterior sin consolidar la nueva tarifa o, al menos, dejarla en 0,50€ mínimo.

Un ejemplo a tomar en cuenta lo encontramos en Champagne. Una de las claves del prestigio de los vinos de esta zona consiste en los precios mínimos concertados por el sector. En los años veinte del pasado siglo hubo lo que se llamó la “revolución de Champagne”, cuando los agricultores se manifestaron y hubo hasta muertos y heridos en la refriega, pero al final lograron lo que se proponían. Puedo entender que la Comisión de la Competencia vele por evitar precios concertados por las grandes corporaciones y multinacionales de otros sectores. Pero cuando se trata de proteger el sector del vino regulando el precio mínimo de la uva, apenas afectaría al consumidor. Podemos dar gracias a Alá de que los marroquíes como musulmanes no produzcan vino en grandes volúmenes porque si no fuera así sería una catástrofe y ocurriría lo mismo que con otros muchos productos agrícolas que entran en el mercado europeo sin ninguna traba.

Si los italianos o los franceses tuvieran problemas con los precios de la uva cambiarían de cultivo porque su climatología lo permite. En España, por el contrario, ¿qué producto sustitutivo podemos cultivar más rentable que la viña u olivar? Ante el cambio climático, donde los extremos se producen de tal calibre, ahora sí soy partidario de que no se limite el cultivo de la viña e incluso debería ser subvencionada para mitigar las erosiones que se producen en los suelos baldíos. La viña sería un maravilloso freno.

    Escrito por Jose Peñín

    Uno de los escritores de vinos más prolífico de habla hispana y más conocido a nivel nacional e internacional. Decano en nuestro país en materia vitivinícola, en 1990 creó la “Guía Peñín” como referente más influyente en el comercio internacional y la más consultada a nivel mundial sobre vinos españoles.