La prehistoria de Rías Baixas

11 January 2022

Antes de existir la D.O. Rías Baixas, un nombre de escaso glamour para una tierra de vinos, la palabra albariño era sinónimo de ensoñación, pureza, frescura, aromas de mar, misterio, inaccesibilidad y, sobre todo, galleguismo. Pronunciar este nombre era pensar en lo más refinado de los blancos españoles cuando este tipo de vino no representaba en absoluto la imagen española (únicamente el tinto era el símbolo de España), si exceptuamos el de Jerez.

Sospecho que la D.O. Rías Baixas fue un nombre posiblemente impuesto para quedar en paz con todos y evitar elegir el de algunas de las subzonas de la Denominación de Origen como Condado de Tea, Valle del Salnés y Rosal que pudiera disgustar a las otras dos.  El poner un nombre más pesquero que de tierra adentro, nunca me ha parecido lo más adecuado, sobre todo cuando dos de las subzonas, El Rosal y Condado, no se hallan en las rías.

En el año 1980 se constituyó la Denominación Específica Albariño, precioso título con fecha de caducidad al vulnerar la disposición europea que imposibilita dar nombre de una cepa a una zona geográfica, de modo que 8 años más tarde se constituiría la actual D.O. Rías Baixas. El nombre mágico de albariño dejó de ser patrimonio de aquellas tierras. Una lástima, porque jamás he visto que una variedad esté tan identificada con su zona y, además, el mejor albariño que he probado si lo comparo con el albariño del resto de Galicia e incluso con el uruguayo.

En aquellos años era un vino lujoso e inaccesible por la imposibilidad de beberlo sin mezcla con otras uvas. Un blanco más prestigioso y tan caro como un buen rioja.  El otro vino señorial gallego fue el Amandi y que Álvaro Cunqueiro lo elevó también a los cielos. Ambos vinos eran el único reflejo de calidad gallega que aparecía en novelas, poemas, libros de viajes y artículos gastronómicos que leía hace 40 años.

Hórreo Rías BaixasFoto: Carlos González

En un reportaje que publiqué en 1980 sobre los vinos de Galicia, explicaba las diferencias entre el Valle del Salnés, Condado de Salvatierra (hoy de Tea) y El Rosal como subzonas del albariño. Salvatierra era más conocida por sus tintos que sus blancos de los que llegué a comentar que “recordarían a algunos burdeos de la orilla derecha del Dordoña con un punto más de acidez”. El Rosal fue un nombre lo suficientemente comercial como para que algún oportunista se forrara vendiendo rosados. No existía ninguna bodega que embotellara con etiqueta cuatro años antes de aparecer Santiago Ruiz. La zona producía apenas 1.500 hl. Eran blancos de mezcla con un poco de albariño, loureiro, treixadura y el híbrido “catalán roxo”, que cito más abajo. Lo que en aquellas tierras llamaban “albariño” al vino de taberna, se componía de la mezcla de las variedades citadas y alguna otra que no recuerdo.  El minifundio era posiblemente el más cruel de Galicia donde se necesitarían 7 bodegas para llenar de botellas un pequeño almacén de cualquier distribuidor de vinos. El Valle del Salnés, con una producción de 96.000 hls., era la zona en la que la albariño asomaba algo más, aunque solo representaba el 12% de la producción de la subzona siendo una más en las mezclas.

Mi primer viaje al albariño

En los años Setenta este cronista recorrió la tierra del albariño en busca de aquella cepa escasa y perdida entre las innumerables castas que poblaban el oeste gallego. El gran escritor gallego Álvaro Cunqueiro, que tuve el honor de conocer personalmente, fue mi pauta de aquel vino áureo como él lo llamaba. Sabiendo sus conocimientos sobre el vino francés, le pregunté si veía futuro internacional al albariño como el gran vino blanco español. Me respondió: “Cuando los gallegos dejemos de bebernos todo el vino que producimos seremos líderes en los blancos de lujo de este país”. Entonces iba imbuido de la dudosa información que supe después, donde el insigne escritor daba crédito a cierto origen monacal del Rin.

La “albariña” por la que los “colleteiros” suspiraban, era entonces un popurrí de variedades, entre las cuales siempre había un “catalán”, o sea, un híbrido que por aquellos años poblaba el viñedo del noroeste español. El llamado catalán roxo y negro y el jacquez eran los llamados híbridos productores directos que ocupaban el 75% del viñedo provincial, al tiempo que la tinta alicante alcanzaba el 12% y el albariño apenas era el 2%. Según el Catastro Vitivinícola de aquellos años, eran contados los pueblos en donde se cultivaba: 25 ha en Cambados, 21 en Villagarcía de Arousa, o 31 en Villanueva de Arousa. En la mayoría de las localidades de las tres subzonas no se plantaba esta noble uva y las demás apenas 1 o 2 hectáreas. En total el viñedo pontevedrés llegaba a casi a las 9.000 ha., más del doble que hoy.  

Viñedo Rías BaixasÁlvaro Cunqueiro en las catas de vinos de la Fiesta del Albariño de 1969

En aquel viaje vi un minifundio atroz de parcelas rodeadas de hortalizas aprovechando el menor resquicio de tierra. El paisaje era desolador: había un gran número de vinos embotellados sin etiqueta para consumo propio o local y ni siquiera figuraban en el registro oficial de envasadores. Me llamó la atención que los cosecheros no vendieran el vino joven hasta después de la primavera. Decían que el albariño no estaba “terminado” hasta entonces. Me acordé de los franceses que hacían lo mismo cuando en España comenzaba el furor del embotellado precoz. De ahí que la fiesta del Albariño que se celebra todos los años el 1 de agosto se estableció como la fecha de venta de la cosecha del año anterior. 

Los vinos se conservaban en grandes y viejos toneles o bocoyes. Bastantes aparecían con elevadas dosis de sulfuroso o, al contrario, con acético, en algún caso con la enfermedad del hilado y en otros la baja acidez por la fermentación maloláctica involuntaria, un fenómeno desconocido que en aquellos años se denominaba “segunda fermentación”. En ocasiones, asomaba un vino portentoso con una frágil lucidez que no duraba más de tres meses. El 90 por ciento de los embotelladores comerciales estaban en Vigo cuyo número alcanzaba las 30 empresas dedicadas a la venta urbana de vinos de ocultos orígenes.

En aquellos años mandaba el Ribeiro en todas las cartas de vinos galaicos y, agazapados en un rincón del listado, aparecía el vino del Rosal y poco más.  Aún recuerdo en 1984 la labor humanista de Santiago Ruiz como impulsor de su “rosal” con la etiqueta “plano del tesoro”, prolegómeno de las primeras marcas estelares de la DO. Hasta entonces el blanco Marqués de Vizhoja acaparaba el mítico nombre de albariño cuando, en realidad, esta casta figuraba en el vino de un modo simbólico con mezclas, no solo de uvas de otros confines de Galicia, sino también de las dos mesetas.

Fue en el año 1975 cuando descubrí el auténtico albariño de la bodega Palacio de Fefiñanes, que era algo así como el “Vega Sicilia de los blancos”. El pétreo y suntuoso estilo renacentista de la fachada chocaba con la sencillez de la bodega, pequeña entonces. Me recibió Joaquín Gil y Armada, tío de Juan Gil de Araujo, actual propietario de la bodega y presidente del Consejo Regulador Rías Baixas.  Se presentaba en una imponente y estilizada botella verde, con una impecable etiqueta dorada con el nombre de Palacio de Fefiñanes Reserva Especial. Su graduación alcohólica apenas sobrepasaba los 10º, un vino de otra galaxia, con un precio altísimo y que me acercaba a los inalcanzables riesling germánicos. Fue mi primera selección de un blanco para el club de vinos que regentaba.

Juan Gil de AraujoJuan Gil de Araujo

Hoy, la predicción de Cunqueiro se ha cumplido. Es el blanco español que se enseñorea en un mercado tan difícil y exigente como el americano, al tiempo que se ha defendido del acoso inversionista de los grandes volúmenes.

    Escrito por Jose Peñín

    Uno de los escritores de vinos más prolífico de habla hispana y más conocido a nivel nacional e internacional. Decano en nuestro país en materia vitivinícola, en 1990 creó la “Guía Peñín” como referente más influyente en el comercio internacional y la más consultada a nivel mundial sobre vinos españoles.

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