El siglo decadente 1878-1978 (II)

4 abril 2023

En el capítulo anterior comentaba las consecuencias de la mala gestión de la filoxera en España. En esta segunda entrega, cierro el aciago periodo que nos motivó a emplearnos más a fondo que el resto de países debido al  considerable retraso de nuestra vitivinicultura, con la excepción de Jerez.

El cooperativismo como solución

Ante la grave situación del pequeño cosechero después de la filoxera, se recurre al cooperativismo. Sus primeros pasos en España arrancan el 15 de diciembre de 1900. Comienzan con un proyecto de estatuto para la implantación de una cooperativa vinícola de la mano del Conde de Retamosa, diputado por entonces por Tarancón, inspirada en las cantinas sociales de Italia. Este hecho dio paso, dos años más tarde, a un sistema de cooperación vitícola en Jerez: las entonces conocidas como “bodegas de aparcería”. Las primeras cooperativas en España fueron la de Campo de Criptana y la de Tarancón, para continuar en Navarra con la cooperativa fundada por los socios de la Caja Rural de Olite y, 15 años más tarde, en Cataluña.

El cooperativismo puso remedio al cierre de muchas pequeñas bodegas, que culminó con la implantación de gran número de cooperativas, sobre todo, entre los años Cuarenta y Sesenta del pasado siglo. Desde una perspectiva socioeconómica, permitió prolongar la supervivencia de muchísimos viticultores, a pesar de los bajos rendimientos de los viñedos, que no se podían sostener porque el minifundio no era proporcional a los mínimos necesarios para vivir del vino por parte del viticultor. Era muy difícil encontrar un cosechero independiente que pudiera vivir de su viñedo. Incluso, aún peor, al instaurarse en los años Sesenta del pasado siglo la prohibición de la venta a granel minorista, siguiendo la estela de unos años antes con la leche, aunque esta prohibición resultó ser más laxa. Una medida apresurada cuando en Francia e Italia el granel se permitía su venta al público. Este hecho aceleró la instalación de los embotelladores urbanos del vino de litro, el llamado 6 estrellas.

Los litros que bebíamos

Después de la Primera Guerra Mundial, el consumo por habitante y año alcanzaba 88 litros de vino corriente. Una cifra que nunca se llegó a sobrepasar, impulsada también por la baja exportación, que no llegaba al millón y medio de hectólitros. Nunca el vino español fue tan barato y tan malo.

La Guerra Civil, como era de esperar, acrecentó el desastre para el viñedo español. Se calcula que la pérdida total de viñedos durante esos tres años fue de más de cien mil hectáreas. La despoblación de muchas zonas y el destrozo de instalaciones y maquinarias precisas impidieron el desarrollo de las empresas vitivinícolas. Zonas que no fueron escenario de combates, como algunas comarcas andaluzas, mantuvieron durante el conflicto un cierto nivel de producción y de exportación a Inglaterra; pero, al finalizar el conflicto, el aislamiento del régimen franquista y el inicio de la guerra en Europa supusieron la total paralización de las exportaciones. En 1942, apenas trescientos mil hectolitros cruzaron la frontera. Por supuesto, el mercado interior también cayó, como no podía ser de otra forma, en un país sumido en la miseria, hundiendo el consumo desde los 88 litros en el primer tercio del siglo XX a 45 litros por habitante y año, al bajar el poder adquisitivo, pero también debido al bajísimo rendimiento del viñedo español, que mantuvo el precio del vino bastante alto hasta el año 1949. De nuevo surgieron las pequeñas viñas que buscaban el abastecimiento doméstico y algún pequeño excedente que vender en las cercanías.

Los años cincuenta y sesenta supusieron una recuperación del viñedo y el consumo interior subió en 1961 a los 63 litros de consumo “per cápita”. Los precios oscilaron, primero con grandes bajadas, seguidas de paulatinas subidas debido al aumento del consumo interno, para estabilizarse a principios de los sesenta. En 1964, el viñedo español alcanzó una extensión de un millón seiscientas noventa y dos mil hectáreas. A partir de ese momento, y hasta el presente, se produjo una paulatina pérdida de terreno, debido a la normalización de la industria vitivinícola, que llevó al abandono de las zonas donde el vino suponía una actividad marginal.

Foto:  Lagar de Domecq en la Viña de Macharnudo

La superficie vitícola se redujo en toda Castilla y León en ciento veinticuatro mil hectáreas durante los años setenta; pérdidas de importancia se dieron también en Cataluña, en Valencia, Aragón y Navarra. En La Rioja la superficie quedó estabilizada. En Andalucía, mientras que Cádiz y Córdoba ganaban terreno, Málaga veía como entre 1950 y 1975 la superficie de viña quedaba reducida a la mitad, dedicada en su mayor parte al viñedo de pasas. En la Mancha, Murcia y Badajoz, la superficie creció, posiblemente como consecuencia del despegue que experimentó la exportación de los vinos corrientes o de mesa con los mercados tanto el soviético como africanos, especialmente en países del área francófona, como Camerún o Costa de Marfil.

La excepción de Jerez 

 El vino de Jerez no tuvo la desgracia que acaeció al resto del vino español porque era un “vino inglés”, un vino “extranjero” que se movía bajo otros resortes en manos de comerciantes muy avispados. En este siglo decadente sostuvo la misma reputación que en los tiempos prefiloxéricos. En 1923 se produce una mejora en las exportaciones, alcanzando el cénit en 1973, con un prestigio y unos precios mayores en comparación a los “reserva” riojanos. Gran parte de ellos eran vendidos en botas y embotellados en destino. A partir de este año se produce el fenómeno de alcanzar el récord de producción de 150 millones de litros a costa de tirar los precios, y es cuando comienza un declive que, incluso, hoy todavía se percibe.

Foto: Fachada antigua Bodega López de Heredia

En todo el siglo XIX la producción era menor que la demanda, satisfecha en gran parte mezclando vinos de Montilla y Huelva. Es a partir de 1963 cuando las subidas se desencadenan hasta el año 1979, en el que se alcanza la absurda y sideral cifra de 150 millones de litros, propiciado principalmente por Rumasa, que “tiró” los precios. Todos se felicitaban pensando que el éxito del jerez estaría posicionado alrededor de los 100 millones que fijaba del Plan de Restructuración del Marco de Jerez de los años Noventa del pasado siglo. En realidad, pocos se atrevieron a recapacitar en que esta cifra, bastante normal para un vino de uso cotidiano, como los tintos y blancos secos, jamás podría ser fruto de un consumo asegurado, dado que una bebida especial como el jerez se “inventó” para unos momentos muy determinados del día, como pueden ser las tertulias sosegadas y largas sobremesas, normales en otros tiempos, pero que ya comenzaban a desaparecer a comienzos de la última década de los Ochenta. Las infraestructuras bodegueras del Marco de Jerez estaban diseñadas para esta producción. En lugar de adecuar sus dimensiones a los 25 millones de litros de media anual, defendiendo unos precios acordes con la calidad y complejidad del vino, se optó, a partir de los años Setenta últimos, por no bajar la producción a costa de rebajar precios y diversificar el negocio con otras alternativas, como la producción y distribución del brandy y adquisición de bodegas en Rioja.

Una calidad reconocida en el mundo que, tanto en el siglo XVIII como en el XIX y la primera mitad del XX, llegó a contar con unos precios superiores al vino riojano o, incluso, a los burdeos de segmento medio, que ya entonces eran más caros que ahora. Tanto es así, que el vino de Jerez ha sido el más imitado y falsificado en la historia del vino.

    Escrito por Jose Peñín

    Uno de los escritores de vinos más prolífico de habla hispana y más conocido a nivel nacional e internacional. Decano en nuestro país en materia vitivinícola, en 1990 creó la “Guía Peñín” como referente más influyente en el comercio internacional y la más consultada a nivel mundial sobre vinos españoles.