El pasado oculto del vino catalán (II)

3 agosto 2020

Ninguna denominación de origen del mundo como el Priorat ha pasado en tan solo 30 años de sufrir el mayor atraso de su aislada economía vitivinícola de garrafón y granel de oscuras mezclas, a ser un modelo de concienciación ecológica y pundonor con el paisaje respetando la identidad enológica de municipios y terruños. El resultado es ser la D.O. después de Jerez, con mayor número porcentual de vinos de alta puntuación.

Culminamos con este capítulo mis primeros viajes a la zona por los años Setenta cuando este territorio atravesaba su peor momento histórico cuando, por un lado, su vino resultaba caro para los cupages con otros orígenes y, por otro, faltando iniciativas para generar marcas de calidad identitarias.

El “Priorato Enológico”

Es posible que el secreto de los vinos romanos del Tarraco fuera el mismo para los criadores-embotelladores del siglo XIX: los vinos del interior, lo que constituía el Priorato Enológico como fuente de color y complejidad para mezclarse con los vinos del litoral. Lo de “enológico” era un eufemismo para “engordar” un escaso priorato histórico, (zona que comprende la D.O. actual), mezclándolo con los vinos de Falset. Este territorio lo constituían las actuales D.O. Priorat y Montsant, esta última denominada en aquellos años Subzona de Falset con algunas viñas de Mora d´Ebre. La iniciativa para crear la D.O. Priorat partió en 1947 del Gremio de Exportadores ubicados en Tarragona y Reus proponiendo incluir además de Falset, Gandesa y Corbera con rechazo de los agricultores prioratinos de incluir a estas dos últimas localidades. La cosa se quedó en dos nombres: Priorato Enológico y Priorato Histórico o Priorato-Scala Dei.

Rara vez el “priorat histórico” se embotellaba puro para consumir, porque su corpulencia no estaba bien vista entonces. Sin embargo, todos los vinos de este paisaje diverso quedaban uniformizados por las limitadas prácticas del cooperativismo de subsistencia. La única calidad la constituían las bellas fachadas arquitectónicas ilustradas de César Martinell que asoman todavía en el paisaje tarraconense.

Cuando el hombre llega al límite de su sabiduría y cuando la técnica exhibe todas sus variantes, queda la magia del suelo para llegar aún más lejos. Los grandes vinos lo son por sus suelos, como la extraña arcilla negra del Château Petrús bordelés, o las suaves lomas de grava sobre el subsuelo calizo de Lafite-Rothschild; nace también de la reserva mineral de los granitos del Hermitage y los calientes cantos rodados de Chateauneuf-du-Pape, la inclinación perfecta de la milagrosa greda de Romanée Conti, las duras pizarras del Douro, que engendran el fabuloso oporto, las reverberantes albarizas de los pagos jerezanos, o la pizarra llicorella del Priorat tarraconense.

A pesar de su carácter rural, el Priorat ya entonces contaba con los vinos más originales de la cuenca mediterránea. No los percibí en un vino embotellado porque el envasado era una actitud residual. Solo era posible vaso en mano cuando me subía a las alturas de los depósitos de cemento de las cooperativas para probar la última añada tan pronto había finiquitado la fermentación. El tinto era auténtico, con toda la frescura, fruta y terruño. Fue la primera vez que sentí los aromas y sabores telúricos y quemados del suelo pizarroso. Unos meses más tarde esos valores desaparecían por la oxidación en estos grandes receptáculos de cemento, muchos de ellos intoxicados de sulfuroso combinado con el vino.

¿Quién conocía hasta hace cuarenta años que el Priorato daba unos vinos excepcionales? Solo los franceses -siempre los extranjeros- que para aprovecharse de su vigor y color llegaron a establecer con el Midí francés un “puente” vinatero. No obstante, en medio de esa estampa de vino campesino y macho y que coincidía en sus males con otras zonas españolas, sobresalía un matiz especial. La garnacha no se parecía a la del Alto Ebro, Aragón o Toledo y la cariñena dejaba su insulsez riojana para elevarse a los cielos del sabor. La clave estaba en la tremenda vejez de sus viñas que sobrevivían del descepe por su elevado coste y también por la llicorella, una pizarra blanda y mineralizada de color cobrizo que se fracciona en escamas, entre cuyos intersticios discurre las raíces en busca del agua. Agua que campa en las vetas hidráulicas del subsuelo y que sorprendentemente se hallan a tan solo 10 metros de profundidad, incluso perforando en la cumbre de una colina. Un prodigio edafológico donde no solo la uva, sino el aceite, las flores, las hierbas medicinales, los higos, las almendras y los frutales son de una calidad inusitada, aunque pagando el tributo de su escasez.

El concepto de “Priorato Enológico” (nombre que no aparecía en las etiquetas), se mantuvo hasta finales de los años Setenta creado para los intereses de los criadores exportadores. Es cierto que por aquellos años los vinos corpulentos no estaban de moda -como dije antes- para poder gozar de una botella de priorat auténtico. El antiguo reglamento del Consejo Regulador obligaba a que en las etiquetas apareciera el nombre de “Priorato” de un tamaño superior al de la marca, siguiendo el ejemplo de algunas zonas francesas en aquellos años. Sin embargo, se permitía embotellar fuera de la D.O. por la falta de instalaciones adecuadas. Solo embotellaba Scala Dei en la propiedad a un precio inalcanzable mientras que De Muller y Unió Agraria Cooperativa embotellaban en Tarragona y Reus respectivamente. El primero por su cuerpo y aroma desprendía autenticidad, aunque con dejos de sobremaduración y evolución precoz mientras que el segundo aparecía más ligero, posiblemente mezcla del consabido Priorato Enológico.

A la búsqueda de un priorat genuino me puse a recorrer los sinuosos caminos de la zona en el año 1978. Las cooperativas no embotellaban y las escasas bodegas familiares vendían a pie de bodega garrafones para los colmados de Barcelona. Pierre Oliver, dueño de la bodega Jose Oliver en Tarragona se propuso embotellar de su bodega de Falset una partida de 5000 botellas que no llegaron a ser de la zona histórica y me quedé con las ganas de descubrir un priorat genuino.

Primeros intentos de la identidad del Priorat

"En el Priorato todo crece, nada muere" es una frase estampada por el romántico Rafael Barril al que me uniría una gran amistad en aquellos años precarios pues él me abrió los ojos al priorat auténtico, eso sí, con sus discontinuos vinos Masía Barril que, cuando sonaba la flauta salía un vino esplendoroso. Era el propietario entonces de una finca de 80 hectáreas. Masía Barril era la única propiedad con mayor cultivo de la garnacha frente a la cariñena mayoritaria en Cataluña y que en el Priorat no era una excepción. La cariñena era una variedad segura cuya producción y rentabilidad era mayor.

Rafael vivía en Madrid hasta que llegó un momento de no poder atender la bodega por su actividad de funcionario, siendo víctima de su temprano pionerismo lo que le llevó a padecer graves penurias económicas, pues fue el primer elaborador en intentar vender un priorat a precios entonces impensables. El mercado catalán consideraba a este vino de garrafón que se compraba en los rancios colmados barceloneses. Nadie entendía que una botella costara más cara que un rioja. Barril me pidió que buscara comprador. Hice algunas gestiones sin resultado. Incluso Bodegas Torres intentó adquirirla a la baja cuando ya su precio era casi de saldo. Esta finca la compró Pere Rovira, propietario anterior de Cavas Hill, a la que puso nombre de Mas D´en Gil. Incluso Pere llegó a recabar mi opinión previa a la compra.

Eran tiempos difíciles con un vino “secuestrado” por un cooperativismo con cosechas en su mayor parte con problemas de oxidación prematura. Cuando muy de tarde en tarde salía un vino excepcional, me di cuenta de las grandes posibilidades de producir vinos de culto, lo que diez años más tarde se materializó con los pioneros del Clos: Rene Barbier, Jose Luis Pérez Verdú, Carlos Pastrana, Dafne Glorian y Álvaro Palacios. Creo que hubo un sexto, Adrián Garset, pero abandonó el grupo. El colectivo no las tenía todas consigo si las variedades autóctonas podrían ellas solas engendrar un vino que durara en la botella. Por eso se incluyeron cepas francesas que al paso del tiempo fueron disminuyendo su proporción. Pero esto ya es una historia más conocida.

Aires eclesiásticos

El historiador inglés Arnold Toynbe escribió en una ocasión una frase que viene al pelo: “quien quiera conocer la historia de un país ha de conocer también sus vinos”. El paisaje vitivinícola del Priorat también nos revela la historia social y económica de sus gentes. Su aislamiento le dotaba del misticismo monacal como antiguo territorio de la Cartuja de Scala Dei. El propio nombre Priorato como territorio del Prior del monasterio, los nombres eclesiásticos de las marcas actuales (Miserere, L´Ermita), el concepto de Clos, nombre originario de la Borgoña, cuna de órdenes monacales por el que apostaron los renovadores del Priorato (Pastrana, Pérez, Palacios, René Barbier), confirma la exquisitez con que la Iglesia llegó a definir los valores del suelo y que aún hoy merodea por los sentimientos y por las ideas.

Su aislamiento también implicaba atraso. El Priorato representaba el retrato antiguo de un paisaje agrícola depresivo. El aprovechamiento de los suelos en bancales para el cultivo e incluso en terraplenes (los llamados “costers”) fue la consecuencia de lo que ofrecía el paisaje agreste y accidentado que ha dominado en la península ibérica. No se plantaba por buscar una calidad en base a una producción minúscula debida a la escasa retención de la humedad, sino porque no había otro remedio como sustento y completar con el vino la evangélica alimentación mediterránea del pan, aceite y vino.

Este ejemplo se ha repetido en los últimos 300 años, que sepamos, en los terraplenes y bancales del Rin, del Douro portugués, del Cinqueterre italiano, de los paisajes, malagueños de la Axarquía, de la Ribeira Sacra gallega, del salmantino Arribes del Duero o de las laderas del vino de Tea de la isla de la Palma. En la antigua cultura de subsistencia era fundamental el aprovechamiento de los suelos, dedicando los más pobres a los cultivos de secano. El Estatuto de la Vid y el Vino del año 1932 prohibía plantar viña en las zonas de regadío, generalmente en las áreas fluviales, para destinarlo a cultivos alimentarios.

El gran valor de estos vinos, como dije, se debía al color y al grado alcohólico. La receta era la asociación de la cariñena y garnacha almacenadas en depósitos de cemento, sin la menor cautela de que el vino perdiera sus rasgos telúricos y varietales, pero sin despreciar el gusto más oxidado que entonces no era un pecado.

Hoy el Priorat ha perdido la inocencia campesina para erigirse como rey del Mediterráneo occidental. Más que en ningún lugar, se vuelve a la vieja agricultura, insertándola en las nuevas técnicas. El retrato de mulas en las viñas, prensas verticales de hierro y madera, viejos viñedos con rendimientos minúsculos, bancales o las viñas en terraplén, vuelve a iluminar desde los Noventa este espacio de vértigo cuando ya se creía haber perdido estas prácticas del pasado. Un paisaje donde la viña, como cultivo ordenado y geométrico, parece camuflada entre la variada vegetación mediterránea del olivo, el almendro, el romero y la jara.

Recuerdo una charla que tuve en 1981 con Jaume Ciurana, entonces primer presidente del INCAVI, hoy fallecido, considerado como el hombre del vino catalán más insigne en la historia de su autonomía. Me aseguró que el futuro del vino tinto catalán de gran volumen pasaba por las variedades francesas que en aquellos años comenzaban su cultivo y no depender de la tempranillo (ull de llebre), tanto la cultivada con elevados rendimientos como el granel que venía de la Rioja para vinos de crianza. Yo le respondí que el Priorat era el futuro. No pude terminar la frase cuando me espetó que, como amante y conocedor del universo socioeconómico del Priorat, resultaba imposible que, desde una mentalidad campesina y un cultivo poco rentable, alguien quisiera pagar un precio riojano (de entonces) por un vino de esta zona. Mi respuesta fue a botepronto y para salir del paso cuando le dije que solo hacía falta que “tres o cuatro locos del terroir” se pusieran manos a la obra. Ocho años más tarde no fueron cuatro, sino seis los que crearon los “clos”. Vinos que hoy están instalados en la leyenda.

    Escrito por Jose Peñín

    Uno de los escritores de vinos más prolífico de habla hispana y más conocido a nivel nacional e internacional. Decano en nuestro país en materia vitivinícola, en 1990 creó la “Guía Peñín” como referente más influyente en el comercio internacional y la más consultada a nivel mundial sobre vinos españoles.