Hoy Cataluña puede exhibir con orgullo todas las variables del vino por suelos, microclimas, orografía y gente ilusionada dedicada a esta profesión. La calidad y variedad de estilos les sitúa en los primeros lugares del vino mediterráneo. Desde grandes empresarios comerciantes como Torres, Codorniu y Freixenet que pusieron el vino español en el mapa mundial, hasta payeses que pasaron de ser meros proveedores de uvas a convertirse en abanderados del terruño catalán. Hoy son 12 denominaciones de origen y más de 2600 marcas de vinos.
No voy a contar la rutilante realidad actual más conocida, en ocasiones impregnada de cierto chovinismo por parte de algunos comunicadores de esta tierra más ofuscados con el presente. Describiré un tiempo más velado o más desconocido del pasado vinícola de este país en donde aprendí mis primeras lecciones del vino.
Cuando recorrí por vez primera las viñas y bodegas de Cataluña allá por 1975 el panorama nada tenía que ver con la realidad actual. En esa década su produjeron los últimos coletazos de una historia productivista que arranca en el último tercio del siglo XIX. Fue un tiempo cuando el territorio catalán era la santabárbara de un mediocre tinto de pasto y un sinfín de destilerías de aguardientes en manos de un gran número de viticultores cuya producción entregaban a los comerciantes. Aquel sector campesino se transformó después de la filoxera en cooperativas siguiendo la misma pauta granelista. Era la “Mancha catalana” del último tercio del siglo XIX con más de 300.000 hectáreas de viña cultivadas básicamente de uva sumoll, cariñena y garnacha de elevados rendimientos. Vinos de escaso valor añadido que propició el negocio del espumoso a la “mode champenois” que sí lo tenía.
La D.O. Ampurdán se reseñaba en los años Cincuenta con dos tipos de vinos: el perelada de viñas del interior, de suelos arcillosos y menor graduación y el llansá con más graduación, procedente de viñas costeras ventosas y arenosas con mayor graduación alcohólica. Recorriendo la D.O. en 1977, la zona era un conglomerado de cooperativas que surtían de vinos casi oxidados de cariñena (el 80% del viñedo) y garnacha todo el litoral turístico de la Costa Brava. Para facilitar su mercado se añadió el término “Costa Brava” (Ampurdán-Costa Brava) para engrosar aquel “menú turístico” que impulsara Fraga Iribarne una década antes.
Panadés (hoy Penedés) y Conca de Barberá estaban entregadas al “champan catalán” (el término cava no existía) y como Denominación de Origen fue establecida para dar un toque de legitimidad territorial a los intereses de las grandes empresas bodegueras para la elaboración de vinos tranquilos. Prevalecía la influencia de firmas muy alejadas de la identificación catalana como Torres, Rene Barbier, Monistrol y Masía Bach, además de Cavas del Ampurdán (hoy Perelada), ubicada en Girona. No todos sus vinos tintos se abastecían de la D.O por la escasa oferta ante un predominio casi absoluto de variedades blancas para el cava. Todas ellas representaban el vino tranquilo frente al ya potente sector del “champan catalán” capitaneado por Freixenet y Codorniu.
Costers del Segre no existía. Era una extraña geografía en donde se alternaban la relativa bonanza de empresas de frutícolas y la pobreza de payeses con vinos sin una historia consolidada por el tiempo. En aquel año Castell del Remei vivía un declive de un pasado brillante cuando la finca de 400 hectáreas llegó a embotellar el primer blanco de semillón español en los años Veinte del pasado siglo. El otro espacio vitivinícola fue Raimat, propiedad de Codorniu, cuya parte de su producción se destinaba al espumoso. Fue la primera finca al estilo californiano que en los mapas aparecía como una zona vitivinícola porque lo tomaba del pueblo del mismo nombre.
El patito feo fue la D.O. Gandesa-Terra Alta, como así se llamaba en los años Setenta entretenida en elaborar vinos generosos secos o dulces amistelados con 12 meses en barrica. Los vinos no encabezados resultaban bastante pesados y soporíferos con escasa demanda. Incluso la bodega de Pedro Rovira intentó impulsar la zona con tintos de escasa frutosidad, muy evolucionados, pero con notable proyección publicitaria, eso sí, con unos resultados penosos.
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