El pasado oculto del vino catalán (I) 

28 julio 2020

Hoy Cataluña puede exhibir con orgullo todas las variables del vino por suelos, microclimas, orografía y gente ilusionada dedicada a esta profesión. La calidad y variedad de estilos les sitúa en los primeros lugares del vino mediterráneo. Desde grandes empresarios comerciantes como Torres, Codorniu y Freixenet que pusieron el vino español en el mapa mundial, hasta payeses que pasaron de ser meros proveedores de uvas a convertirse en abanderados del terruño catalán. Hoy son 12 denominaciones de origen y más de 2600 marcas de vinos.

No voy a contar la rutilante realidad actual más conocida, en ocasiones impregnada de cierto chovinismo por parte de algunos comunicadores de esta tierra más ofuscados con el presente. Describiré un tiempo más velado o más desconocido del pasado vinícola de este país en donde aprendí mis primeras lecciones del vino.

Cuando recorrí por vez primera las viñas y bodegas de Cataluña allá por 1975 el panorama nada tenía que ver con la realidad actual. En esa década su produjeron los últimos coletazos de una historia productivista que arranca en el último tercio del siglo XIX. Fue un tiempo cuando el territorio catalán era la santabárbara de un mediocre tinto de pasto y un sinfín de destilerías de aguardientes en manos de un gran número de viticultores cuya producción entregaban a los comerciantes. Aquel sector campesino se transformó después de la filoxera en cooperativas siguiendo la misma pauta granelista. Era la “Mancha catalana” del último tercio del siglo XIX con más de 300.000 hectáreas de viña cultivadas básicamente de uva sumoll, cariñena y garnacha de elevados rendimientos. Vinos de escaso valor añadido que propició el negocio del espumoso a la “mode champenois” que sí lo tenía.

La D.O. Ampurdán se reseñaba en los años Cincuenta con dos tipos de vinos: el perelada de viñas del interior, de suelos arcillosos y menor graduación y el llansá con más graduación, procedente de viñas costeras ventosas y arenosas con mayor graduación alcohólica. Recorriendo la D.O. en 1977, la zona era un conglomerado de cooperativas que surtían de vinos casi oxidados de cariñena (el 80% del viñedo) y garnacha todo el litoral turístico de la Costa Brava. Para facilitar su mercado se añadió el término “Costa Brava” (Ampurdán-Costa Brava) para engrosar aquel “menú turístico” que impulsara Fraga Iribarne una década antes.

Panadés (hoy Penedés) y Conca de Barberá estaban entregadas al “champan catalán” (el término cava no existía) y como Denominación de Origen fue establecida para dar un toque de legitimidad territorial a los intereses de las grandes empresas bodegueras para la elaboración de vinos tranquilos. Prevalecía la influencia de firmas muy alejadas de la identificación catalana como Torres, Rene Barbier, Monistrol y Masía Bach, además de Cavas del Ampurdán (hoy Perelada), ubicada en Girona. No todos sus vinos tintos se abastecían de la D.O por la escasa oferta ante un predominio casi absoluto de variedades blancas para el cava. Todas ellas representaban el vino tranquilo frente al ya potente sector del “champan catalán” capitaneado por Freixenet y Codorniu.

Costers del Segre no existía. Era una extraña geografía en donde se alternaban la relativa bonanza de empresas de frutícolas y la pobreza de payeses con vinos sin una historia consolidada por el tiempo. En aquel año Castell del Remei vivía un declive de un pasado brillante cuando la finca de 400 hectáreas llegó a embotellar el primer blanco de semillón español en los años Veinte del pasado siglo. El otro espacio vitivinícola fue Raimat, propiedad de Codorniu, cuya parte de su producción se destinaba al espumoso. Fue la primera finca al estilo californiano que en los mapas aparecía como una zona vitivinícola porque lo tomaba del pueblo del mismo nombre.

El patito feo fue la D.O. Gandesa-Terra Alta, como así se llamaba en los años Setenta entretenida en elaborar vinos generosos secos o dulces amistelados con 12 meses en barrica. Los vinos no encabezados resultaban bastante pesados y soporíferos con escasa demanda. Incluso la bodega de Pedro Rovira intentó impulsar la zona con tintos de escasa frutosidad, muy evolucionados, pero con notable proyección publicitaria, eso sí, con unos resultados penosos.

Tarragona, el mejor vino romano

En cambio, la provincia de Tarragona era la fuente más interesante del vino español. Mi entrada enológica en Cataluña fue a través de Tarragona guiado tal vez por su lejano origen romano. Allí me encontraba a gusto ante la diversidad de terruños, pero con la dificultad de encontrar nombres propios que me transmitieran la particularidad de un paisaje agreste que me atraía por el trazado campesino de sus vinos. Mi aprendizaje de los valores de suelos y clima fue en esta tierra. En 1975, las zonas vitivinícolas españolas más conocidas en los mercados internacionales eran Jerez y Tarragona. En aquellos años, ninguna provincia contaba con cinco denominaciones de origen además de una zona menos mediática: Ribere d´Ebre.

No es casualidad que los vinos del Tarraco fueran los más importantes de la Hispania romana y principal rival de los mejores vinos de la Campania. En el puerto romano de Ostia desembarcaban tanta cantidad que los viticultores del Lacio se movilizaron para defender sus vinos cuya cotización era inferior a los de la provincia del Tarraconés.

El paisaje histórico del “tarragona” lo constituía la frescura continental de la Conca de Barberá con sus suelos arenosos y pedregosos; el clima de sierra del Priorat beneficiado por la marinada con sus pizarras fraccionadas; los suelos limosos, calcáreos y pedregosos de Falset; las tierras calcáreas y arenosas de Terra Alta, los arcillosos y productivos suelos de Penedés Bajo y las fértiles llanuras del Camp de Tarragona para el cava. Hoy los nombres propios y la calidad de vinos de Priorat, Montsant, Terra Alta y Conca de Barberá han desvanecido el nombre de Tarragona como valor vitivinícola histórico y hoy es casi una zona residual. Y es que el “Origen Tarragona” que conocí en aquellos años era la suma de las D.O. citadas. Si nos trasladamos a su historia más cercana hasta los años Ochenta últimos, el tarragona se vendía en la exportación más que el rioja, si bien era como proveedora de vinos a granel que en gran parte se embotellaba en destino.

Cuando llegué por primera vez al Priorat en aquel año vi un paisaje desolador. Los viticultores asociados generalmente a las cooperativas vendían las uvas a precios irrisorios a las bodegas criadoras del puerto de Tarragona. No se me olvidará la imagen de los cosecheros sentados en las tabernas de Falset a la espera de los comerciantes, que se paseaban con sus inmaculados coches por las calles de la localidad. Cuando los agricultores ponían pegas a la injusta oferta, algunos comerciantes recurrían a los blancos de la Mancha, bobales de Utiel-Requena y garnachas tintoreras de Almansa, que salían del puerto como “D.O. Tarragona” antes del auge del puerto del Grao valenciano a partir de los años Cuarenta. La Denominación de Origen Tarragona se creó en 1945 para defender los vinos tradicionales de Misa, rancios y mistelas envejecidas bajo el nombre “Tarragona Clásico”. En el año 1959 se amplió a los vinos secos y semidulces de mesa ante el auge exportador de estos vinos.

La importancia del puerto de Tarragona

Desde finales del siglo XVIII, cuando el comercio marítimo era crucial para los vinos europeos, la figura del criador almacenista era trascendental y su área de trabajo se circunscribía a las zonas portuarias. Las leyes de algunas de las primigenias D.O. obligaban a criar, almacenar y embotellar en las zonas urbanas muy bien comunicadas. Se dividían en “zona de producción”, donde estaban los viñedos, cosecheros y lagares y “zona de almacenamiento y crianza” en las que se hallaban los criadores y almacenistas cerca del barco o del tren. Este planteamiento no era exclusivo en Tarragona. Garachico y Puerto de la Cruz también recibían las malvasías canarias del Valle de la Orotava para embarcarlas a Inglaterra en el siglo XVIII, en la zona portuaria de Vila Nova de Gaia portugués se envejecía los vinos del Douro, en el puerto de Málaga se criaban los vinos procedentes de la Axarquía y de los montes cercanos; el Puerto de Santa María, Jerez y Sanlúcar era la zona de crianza de los vinos procedentes de los lagares del Marco y, en el puerto del Grao valenciano se cupageaban principalmente los mostos de Utiel-Requena, Almansa, La Mancha y Manchuela.

En el caso de Tarragona, el peso del cooperativismo catalán como mero productor de materia prima, concedió a los criadores tarraconenses esta licencia, si bien los exportadores podían embotellar los vinos del Priorato fuera de la D.O. Solo la Cooperativa de Reus, Müller, Scala Dei y los vinos que ocasionalmente exportaban los embotelladores de la zona portuaria, envasaban en vidrio pequeñas partidas, aunque Müller solo lo hacía con los vinos dulces y rancios.

La calle Smith y la calle Real cercanas al puerto tarraconense era un hervidero de bocoyes, vagones de tren, olores dulzones de viejas duelas caramelizadas y aromas de rancio, licor y hierbas de vermús, vinos quinados y facsímiles de oportos y jereces. Un retrato que llegué a contemplar en aquellos años. Los comerciantes-almacenistas del puerto tenían tras de sí una larga historia superior a las de las bodegas históricas de la Rioja. Bodegas criadoras como Dalmau, fundada en 1.836, Pamies en 1.870, Müller en 1.851, López Beltrán en 1.862, René Barbier en 1.880 y Josep Oliver, más o menos de la misma época, vivían mirando al mar como un microcosmos burgués y mercantil. No era una casualidad que se juntaran tantos comerciantes en el puerto. Las fuentes para el cupage eran perfectas. Frescos rosados de la Conca de Barberá, tintos robustos del Priorat, blancos vigorosos del entonces llamado Gandesa-Terra Alta, priorats “a la ligera” como eran los de Falset y la gran producción de blancos más livianos principalmente para el cava del Camp de Tarragona. Un determinado número de bodegas que exportaban los tintos hechos a “la manchega” combinando Falset con Priorat sumados al blanco del Camp de Tarragona y, en ocasiones, con los alcohólicos blancos de Terra Alta. Todas estas firmas han desaparecido. Solo sobrevive Müller, cuyos vinos rancios y exquisitos que aún podemos beber, son un reflejo de antaño. Recuerdo que, en mi primera visita en 1975 a la búsqueda de un tinto para una empresa de venta de vinos por correspondencia que regentaba, me dieron con la puerta en las narices, negándose a venderme alguna de las marcas que ningún consumidor patrio conocía. Una casta de bodegueros que, como en Jerez, apenas prestaban atención al mercado español, alejada de la penuria de unos cosecheros doblegados a unos precios de miseria. Al amparo de una materia prima más barata semejante a la de los generosos vinos de Banyuls de mayor proyección internacional, se “construyeron” bebidas francesas como el Pernod, el Dubonnet, el byrrh y el Chartreuse basados, por un lado, en su gran intensidad de color, alta graduación y gustos minerales del tinto prioratino y, por otro, en las hierbas salvajes de extraordinaria calidad que aparecía en todos los rincones de la zona. En los años del franquismo, el vigués Antonio Bandeiras vendía su celebérrimo Bandeiras como oporto, que “oportizaba” con una sabia mezcla de mistelas prioratinas de garnacha y cariñena. Algunos exportadores utilizaban esta materia prima para vermuts, hasta el punto que Reus aún conserva la capitalidad de esta bebida. Su pujanza y su mayor cercanía con los cosecheros, rivalizó con Tarragona en número de criadores-exportadores, al tiempo que la colectividad cooperativista convertida en el principal proveedor, se extendía también por toda la provincia.

    Escrito por Jose Peñín

    Uno de los escritores de vinos más prolífico de habla hispana y más conocido a nivel nacional e internacional. Decano en nuestro país en materia vitivinícola, en 1990 creó la “Guía Peñín” como referente más influyente en el comercio internacional y la más consultada a nivel mundial sobre vinos españoles.