Rafael vivía en Madrid hasta que llegó un momento de no poder atender la bodega por su actividad de funcionario, siendo víctima de su temprano pionerismo lo que le llevó a padecer graves penurias económicas, pues fue el primer elaborador en intentar vender un priorat a precios entonces impensables. El mercado catalán consideraba a este vino de garrafón que se compraba en los rancios colmados barceloneses. Nadie entendía que una botella costara más cara que un rioja. Barril me pidió que buscara comprador. Hice algunas gestiones sin resultado. Incluso Bodegas Torres intentó adquirirla a la baja cuando ya su precio era casi de saldo. Esta finca la compró Pere Rovira, propietario anterior de Cavas Hill, a la que puso nombre de Mas D´en Gil. Incluso Pere llegó a recabar mi opinión previa a la compra.
Eran tiempos difíciles con un vino “secuestrado” por un cooperativismo con cosechas en su mayor parte con problemas de oxidación prematura. Cuando muy de tarde en tarde salía un vino excepcional, me di cuenta de las grandes posibilidades de producir vinos de culto, lo que diez años más tarde se materializó con los pioneros del Clos: Rene Barbier, Jose Luis Pérez Verdú, Carlos Pastrana, Dafne Glorian y Álvaro Palacios. Creo que hubo un sexto, Adrián Garset, pero abandonó el grupo. El colectivo no las tenía todas consigo si las variedades autóctonas podrían ellas solas engendrar un vino que durara en la botella. Por eso se incluyeron cepas francesas que al paso del tiempo fueron disminuyendo su proporción. Pero esto ya es una historia más conocida.
Aires eclesiásticos
El historiador inglés Arnold Toynbe escribió en una ocasión una frase que viene al pelo: “quien quiera conocer la historia de un país ha de conocer también sus vinos”. El paisaje vitivinícola del Priorat también nos revela la historia social y económica de sus gentes. Su aislamiento le dotaba del misticismo monacal como antiguo territorio de la Cartuja de Scala Dei. El propio nombre Priorato como territorio del Prior del monasterio, los nombres eclesiásticos de las marcas actuales (Miserere, L´Ermita), el concepto de Clos, nombre originario de la Borgoña, cuna de órdenes monacales por el que apostaron los renovadores del Priorato (Pastrana, Pérez, Palacios, René Barbier), confirma la exquisitez con que la Iglesia llegó a definir los valores del suelo y que aún hoy merodea por los sentimientos y por las ideas.
Su aislamiento también implicaba atraso. El Priorato representaba el retrato antiguo de un paisaje agrícola depresivo. El aprovechamiento de los suelos en bancales para el cultivo e incluso en terraplenes (los llamados “costers”) fue la consecuencia de lo que ofrecía el paisaje agreste y accidentado que ha dominado en la península ibérica. No se plantaba por buscar una calidad en base a una producción minúscula debida a la escasa retención de la humedad, sino porque no había otro remedio como sustento y completar con el vino la evangélica alimentación mediterránea del pan, aceite y vino.
Este ejemplo se ha repetido en los últimos 300 años, que sepamos, en los terraplenes y bancales del Rin, del Douro portugués, del Cinqueterre italiano, de los paisajes, malagueños de la Axarquía, de la Ribeira Sacra gallega, del salmantino Arribes del Duero o de las laderas del vino de Tea de la isla de la Palma. En la antigua cultura de subsistencia era fundamental el aprovechamiento de los suelos, dedicando los más pobres a los cultivos de secano. El Estatuto de la Vid y el Vino del año 1932 prohibía plantar viña en las zonas de regadío, generalmente en las áreas fluviales, para destinarlo a cultivos alimentarios.
El gran valor de estos vinos, como dije, se debía al color y al grado alcohólico. La receta era la asociación de la cariñena y garnacha almacenadas en depósitos de cemento, sin la menor cautela de que el vino perdiera sus rasgos telúricos y varietales, pero sin despreciar el gusto más oxidado que entonces no era un pecado.
Hoy el Priorat ha perdido la inocencia campesina para erigirse como rey del Mediterráneo occidental. Más que en ningún lugar, se vuelve a la vieja agricultura, insertándola en las nuevas técnicas. El retrato de mulas en las viñas, prensas verticales de hierro y madera, viejos viñedos con rendimientos minúsculos, bancales o las viñas en terraplén, vuelve a iluminar desde los Noventa este espacio de vértigo cuando ya se creía haber perdido estas prácticas del pasado. Un paisaje donde la viña, como cultivo ordenado y geométrico, parece camuflada entre la variada vegetación mediterránea del olivo, el almendro, el romero y la jara.
Recuerdo una charla que tuve en 1981 con Jaume Ciurana, entonces primer presidente del INCAVI, hoy fallecido, considerado como el hombre del vino catalán más insigne en la historia de su autonomía. Me aseguró que el futuro del vino tinto catalán de gran volumen pasaba por las variedades francesas que en aquellos años comenzaban su cultivo y no depender de la tempranillo (ull de llebre), tanto la cultivada con elevados rendimientos como el granel que venía de la Rioja para vinos de crianza. Yo le respondí que el Priorat era el futuro. No pude terminar la frase cuando me espetó que, como amante y conocedor del universo socioeconómico del Priorat, resultaba imposible que, desde una mentalidad campesina y un cultivo poco rentable, alguien quisiera pagar un precio riojano (de entonces) por un vino de esta zona. Mi respuesta fue a botepronto y para salir del paso cuando le dije que solo hacía falta que “tres o cuatro locos del terroir” se pusieran manos a la obra. Ocho años más tarde no fueron cuatro, sino seis los que crearon los “clos”. Vinos que hoy están instalados en la leyenda.