La prehistoria de los vinos de Gredos

31 mayo 2021

Gredos es la zona de moda. No hay mes que no aparezca alguna novedad. Sin embargo, pocos saben lo que pasaba hace 40 o 30 años en este territorio agreste, difícil y montaraz que yo recorría con curiosidad, pero también con un cierto desencanto.

En el este de Gredos como territorio vitivinícola confluyen tres D.O.: Vinos de Madrid, Méntrida (Toledo) y Cebreros (Ávila). Las tres tienen en común los suelos pizarrosos, graníticos, diferentes altitudes y unas cepas viejísimas. Pero ¿Cuándo comenzó la conquista del Oeste de Madrid?

No está bien que yo lo diga, pero fui el primer “conquistador” de una zona de boina y mulos cuando en la primavera de 1981 buscaba un tinto para mis clientes del club de vinos por correspondencia. Tuve la fortuna de encontrarlo en la Cooperativa de Cebreros, famosa entonces con el tinto El Galayo. En aquella cooperativa rogué que me lo embotellaran lo antes posible para evitar el nefasto almacenamiento en los depósitos de cemento en donde el vino acabaría por oxidarse. Un tinto denso, cubierto, pero con la suavidad del alcohol y la mezcla con albillo, una uva que ocupaba el 40 por ciento del viñedo de Cebreros en aquellos años, aunque nada que ver con los más fluidos y minerales de hoy.  El tinto se llamaba Señorío con un poco de albillo para suavizarlo aunque en aquellos años se embotellaba más clarete que tinto. Cebreros era la zona más conocida en Madrid como el “mejor” tinto corriente que proyectaría Vinos Perlado, una empresa fundada en 1940, el único vino que se presentaba con 13º en la célebre botella de 6 estrellas retornable cuando todos los de las demás plantas embotelladoras tenían 11º.   

Tierra de Madrid

Más tarde, en un reportaje que hice en 1982 en la revista Bouquet que dirigía en aquellos años, se me ocurrió la “temeridad” de escribir sobre los vinos de Madrid -entonces la zona se llamaba Tierra de Madrid- con tres zonas diferenciadas. Navalcarnero era el epicentro de la variedad negral, uva tintorera que adquirían sobre todo los mayoristas gallegos para reforzar sus ribeiros; Arganda-Colmenar de Oreja, era el polo de atracción de los almacenistas riojanos por abundar la tempranillo y, por último, los tintos de San Martín de Valdeiglesias que, con los de Cebreros y Méntrida, componía la esencia de los principales embotelladores capitalinos para envasar el entonces llamado “6 estrellas” o vino corriente de litro en donde se mezclaba con albillo. Pues bien, en aquel reportaje predije que la zona madrileña tendría el futuro más halagüeño, vértice madrileño de este triángulo telúrico formado por las tres provincias citadas.

En cambio, las fuerzas vivas institucionales veían con mejores ojos el futuro de la zona Este de Madrid (Arganda y Colmenar de Oreja) debido a un mayor colectivo de bodegas particulares y a un viñedo mayoritariamente de tempranillo, entonces considerada como la reina madre del viñedo español. En la década de los Cincuenta del pasado siglo los principales almacenistas riojanos adquirían los tempranillos de Arganda para hacerlos pasar por riojas cuando en su tierra todavía mandaba la garnacha y el tempranillo era escaso. Yo no veía claro que del tempranillo de maduración precoz en un clima mesetario se pudiera hacer un vino más allá de una correcta evocación manchega, al tiempo que, en Navalcarnero, con sus tierras secas, calientes y arenosas, se hiciera algo decente con la negral. Es cierto que la subzona de San Martín de Valdeiglesias la componía una importante presencia de cooperativas, más centradas en producir graneles de elevado grado alcohólico que, junto a las vigorosas garnachas de Méntrida y Almorox, salían disparados en cisternas a los cuatro puntos cardinales.  

Viñedo Vinos de MadridViñedo en Vinos de Madrid

Dos o tres años mas tarde le comenté a Elena Arribas, entonces secretaria del Consejo Regulador de la flamante D.O. Vinos de Madrid, mi obcecación sobre la excelencia de los tintos del Oeste de Madrid y me comentó, muy escéptica, que el cooperativismo estaba muy arraigado en la zona con unos vinos oxidados, rústicos, bajos de acidez, con unos tintos de garnacha algo caídos de color, de baja producción y de dudosa rentabilidad. Yo le respondí con cara de alumno aplicado que eso se resolvía con algunas mentes preclaras y muy enológicas de la Capital que invirtieran en el Oeste.

Ante este panorama ¿En qué me basaba para asegurar un futuro esplendoroso a unas tierras arenosas, algo bucólicas, con pinares y escenario de domingueros holgando a la orilla de los pantanos? Sencillamente, al saber de antemano cómo eran estos vinos recién fermentados antes de pasar el calvario de sus almacenamientos en depósitos de cemento, mediocremente conservados con sulfuroso a manta y la mayoría oxidados.  Me di cuenta que detrás del rostro rústico, maduro y ciertamente alcohólico de las garnachas del resto de España, en las de Gredos, con menos cuerpo, aparecía un gusto más mineral y balsámico. Aquellos vinos en enero eran flor de un día, eso sí, con leves toques silvestres, eran ricos en expresión frutal, con una garnacha muy “borgoñona”, abierta de color (decían que el color precipitaba antes de tiempo) pero que a partir de abril el tinto perdía todos estos atributos. Sin embargo, vi el destello más importante, y eran sus marcadas notas minerales y lo que podía resultar de la viticultura de montaña.

Mi viaje riguroso a las viñas y riscos de Gredos

Por esa razón, me dispuse en el año 1986 a recorrer con más detalle la zona del Tiétar descubriendo la fortaleza de las garnachas tabernarias de Casillas, lugar donde una amiga mía tenía una casa donde pasábamos unos fines de semana despeñándonos por los riscos pero con unos finales muy lúdicos. Por allí seguí con mi afición de ir por los bares, algunos de los cuales elaboraban vino para consumo propio. Me pateé también San Martín, Cebreros y el Valle del Alberche. Fue un regreso a la prehistoria del vino. Mulos y caballos con aperos de arado y que aún subsisten. En Cebreros contemplé pequeños receptáculos de piedra (hoy desaparecidos) cerca de las carreteras en donde se descargaban los comportones de racimos y de allí a la bodega.

Me interesaba ver el comportamiento de las raíces de las viñas viejas en los terraplenes de granito desmenuzado de la comarca de San Martín y norte de Mentrida, ricos en sílice (Cadalso de los Vidrios, como su propio nombre indica, fue cobijo de una fábrica de vidrio) además del terruño que cada altitud en un paisaje agreste podría aportar. También me interesé por las pizarras de Cebreros con las diferentes maduraciones de los racimos en su relación con las altitudes cara-sur y cara-norte de sus viñas. Intenté convencer a ciertos inversores de la excelencia de la zona, pero todos me respondían que aquel territorio era más el paraíso de los vinos rudos y corrientes. Además, eran un lastre por pertenecer a dos zonas sin prestigio al tiempo que San Martín quedaba señalada al pertenecer a la Tierra de Madrid, considerada como la cuña capitalina de La Mancha irredenta. Sin duda faltaba la labor de un enólogo mediático que impulsara la zona. Un día comenté con Carlos Falcó, paradigma del pionerismo vitícola español, que apostara por San Martín, en base a su vinífera y al suelo pobre y salvaje, y me respondió que la garnacha oxidaba más que la catalana y perdía color. El Marqués de Griñón era muy fiel a su filosofía bordelesa de coloraciones más intensas

Predicción cumplida, Gredos despierta

Mis pronósticos comenzaron a materializarse cuando, a comienzos de los años Noventa, se presentó en mi despacho Telmo Rodríguez. Enterado de mi obsesión por la zona, me pidió consejo y contactos y así recorrimos los escollos de San Martín y Cebreros, le presenté al alcalde de San Martín y presidente entonces de la cooperativa local. Unos años más tarde Telmo construyó la bodega El Montazo a pocos kilómetros de San Martín de Valdeiglesias. Unos meses más tarde se me acercó un joven buscando trabajo como enólogo, bodeguero o de lo que sea. Se llama Daniel Ramos, estaba a punto de irse a Australia (creo que donde nació), hasta que le presenté a Telmo y se puso a trabajar con él. Mas tarde se independizó y creó con su mujer su propia bodega en Cebreros: Zerberos. El alma inquieta de Telmo con su impaciencia por crear ese gran vino de suelos graníticos que todavía no llegaba a cuajar, le condujo a las laderas pizarrosas de esta localidad abulense. Contactó con el famoso corredor de rally Carlos Sainz y lanzó la marca Pegaso vendiendo su bodega de San Martín a los de Enate.

El gran cambio

El gran cambio de los vinos de Gredos llegó en 2010 de la mano de mi paisano Raúl Pérez como asesor de Bodegas Bernaveleva codo a codo con el intuitivo enólogo catalán Marc Isart. Las puntuaciones se dispararon para arriba. Más tarde, Daniel Jiménez-Landi se apartó de las variedades francesas que la familia producía en la localidad de Méntrida abrazando la garnacha con un mayor espíritu ecológico, con el patrón borgoñón, sin intervencionismo y sulfuroso bajo, algo insólito en aquellos años.

Viñedo en DO MéntridaViñedo en D.O. Méntrida

La cúspide llego asociándose con el talentoso Fernando García, de Bodegas Marañones, para crear Comando G (G de garnacha) y separándose de su primo José Benavides Jiménez-Landi acogiéndose a la denominación regional Castilla y León para obtener la autonomía de utilizar las garnachas de las 3 D.O. Todos ellos redescubriendo la magia de esta uva y el repunte de la histórica variedad blanca albillo que un tiempo antes lo llevó a los altares Perez-Isart dejando en el olvido aquel “precioso” albillo dulce y rancio que cantaran los escritores del Siglo de Oro.  

Cuando hace pocos años tuve ocasión de volver a hablar con Elena Arribas me confesó: “Qué razón tenías en aquellos años cuando eras el único que apostaba por esta zona”.

    Escrito por Jose Peñín

    Uno de los escritores de vinos más prolífico de habla hispana y más conocido a nivel nacional e internacional. Decano en nuestro país en materia vitivinícola, en 1990 creó la “Guía Peñín” como referente más influyente en el comercio internacional y la más consultada a nivel mundial sobre vinos españoles.