Hondarrabi zuri, la joya del txakolí
Hoy, el chacolí es más vino que esa bebida refrescante, ácida, carbónica y con defectos que me encontré en mi primera visita en los Ochenta.
Todo esto tiene una explicación. He comentado en bastantes artículos que los sentidos gastronómicos son muy infieles con el cerebro rector. Si no se mantiene vivo el olfato y el paladar con otras referencias, estos suelen acomodarse a los caracteres del vino con el que se trabaja. Me ha ocurrido con frecuencia que después de una larga sesión catando los vinos en una bodega nos parezcan mejores al final de la jornada. Nos familiarizamos de tal manera que no nos parece tan corto de aroma o que no percibimos como al principio el exceso de madera o simplemente que el vino ya está listo para “machacar” al vino rival. La realidad es que la familiarización con un determinado vino es peligrosa para un catador profesional. Las largas sesiones de cata en una bodega logran que el vino examinado acabe “manipulando” el paladar y no al revés. Por eso los enólogos perciben mejor que nadie las diferencias dentro de la propia bodega con las barricas y depósitos, pero después les conviene catar otros vinos y estilos para despertar algunas papilas adormecidas por la rutina de la bodega propia.
Los que hacen mejores vinos son los que precisamente viajan más y por lo tanto los que más vinos conocen y catan. Peter Sisseck, Pablo Alvarez, Telmo Rodríguez o Álvaro Palacios, por poner algunos ejemplos, son grandes creadores avalados sobre todo por sus experiencias sensoriales con vinos de todo el mundo, lo que les permite situar sus marcas en un contexto mundial de estilos y por lo tanto eleva aun más su autoexigencia. Solo cuando se catan muchos y diferentes vinos se tiene más claro cuál sería el listón a alcanzar. Por eso no es extraño que bastantes bodegas recaben los servicios de catadores ajenos o sumilleres para dar el punto final a un vino a lanzar al mercado. El principal valor de estos colectivos es su gran capacidad sensorial –me refiero a los grandes profesionales- que gracias al gran número de marcas que pasan por su pituitaria son capaces de dibujar un mapa sensorial de los vinos, zonas y países con gran precisión y ubicar el vino catado en ese mar de marcas y variables.
Este fenómeno es también extensivo a los experimentados y prestigiosos compradores de las tiendas más importantes, clubs de vinos, críticos o comités de catas de guías. No es casualidad que también los periodistas especializados, acostumbrados a catar vinos de todo el mundo, sean capaces de producir un vino de calidad. Como el periodista Chantal Lecouty y su marido, también periodista vinícola, Claude Le Brun que, desde 1994, elaboran en el Languedoc una de las mejores garnachas del vecino francés; o como Víctor de la Serna que hace más de quince años no dudó en atreverse con la variedad portuguesa touriga nacional en Manchuela o reciclar la bobal y garnacha tintorera para vinos de fuste. Un catador no necesariamente tiene que ser enólogo pero un enólogo debe ser antes que nada catador.
Basta repasar la historia para comprobar que muchos de los grandes vinos –lo he dicho en repetidas ocasiones- no han sido creados por los cosecheros y bodegueros sino por los compradores curtidos en saber los gustos de sus clientes. La célebre Clasificación de los Grand Cru Classe de 1855 fue una obra de los negociantes bordeleses y no de los dueños de los chateaux. Asimismo, los actuales vinos de Jerez nacieron de las pautas sensoriales de los extractores o comerciantes de Cádiz y Jerez, al tiempo que los históricos vinos de Oporto, Madeira, Marsala y Canarias fueron modelados por los importadores de Bristol y Londres.
El enólogo sumido en su cosmos diario de la bodega, es capaz de apreciar las mínimas diferencias entre depósitos o barricas porque el eje cerebro-olfato-gusto tiene registrado el esquema global de esos vinos por la frecuencia del propio trabajo y sobre este esquema es capaz de ver los matices diferenciales mejor que nadie. Si sale de ese contexto, es decir, catar vinos ajenos, se altera el registro mental apareciendo el sentido de las comparaciones. Tengo la experiencia de haber invitado a enólogos para formar un panel de cata a ciegas para algún reportaje incluyendo sus vinos con otros ajenos incluyendo a un sumiller, crítico o comprador profesional de vinos. El resultado, salvo contadísimas excepciones, es que no aciertan en localizar a su propio vino con los de la competencia. Pero lo más relevante es que señalan como suyo a otro mejor de la tabla.
Es curioso cómo los bodegueros se afanan y hacen conscientemente un buen vino, pero sin archivar otras referencias excelentemente catalogadas con la dificultad de situar sus vinos en el contexto de los rivales. Es la ventaja que tenemos los de fuera al no tener viciado el paladar de tanto catar los vinos propios. Es toda una prueba de la escasa práctica de los bodegueros o enólogos de catar vinos de todo pelaje y origen, alegando que no tienen tiempo o que el “jefe” no les deja salir a reciclarse con otros vinos mejores. Si son además los dueños de las bodegas les colma ese orgullo endogámico que los hacen incluso enfrentarse a la opinión de los demás y no digamos si son periodistas.
Lo que más he hecho en mi vida es visitar bodegas en todo el mundo probando vinos diferentes, catando en ferias, concursos internacionales, además de los vinos de todas las zonas de España y sin tiempo ni ganas en familiarizarme con ningún tipo u origen vinícola. No es la primera vez que en una presentación de varios vinos de una bodega le pido al enólogo que me cambie la botella porque sus matices no corresponden a la categoría de esa marca con respecto a las demás de la batería, o bien al recuerdo de haber bebido esta cosecha en otra ocasión. Él me responde que el vino es correcto. Ante mi insistencia accede descorchando otra botella de la misma marca y añada reconociendo que la segunda es mejor cuando la compara con el primer descorche.
Otro caso parecido me ocurrió en Portugal, en este caso por deducción, al catar los vinos de uno de los 5 mejores enólogos lusitanos, Carlos Campolargo. El nivel de los vinos de calidad media alta correspondía al estatus de sus precios hasta que probé un vino de mayor calidad que me pareció que no estaba a la altura de los demás. Se extrañó que le pidiera otra botella, pero sin comentarle previamente las razones porque el vino no tenía ningún defecto.
Cuando abrió la segunda muestra reconoció que tenía razón. Me preguntó cómo había detectado la diferencia si no conocía sus vinos. Le respondí por pura deducción en virtud del nivel medio del catálogo y su precio.
Hoy, el chacolí es más vino que esa bebida refrescante, ácida, carbónica y con defectos que me encontré en mi primera visita en los Ochenta.
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