En la primavera de 1982, en el puerto del Grao de Valencia habían retenido con altas dosis de cloropicrina una gran partida de vinos de una conocida firma de Cigales especialista en claretes. Para ella, como para unas cuantas firmas más, las sanciones eran una simple resta en sus negocios. Muchas bodegas han utilizado antifermentos, como la cloropicrina, negándolo descaradamente. Firmas que se excedían en las dosis de otros productos enológicos permitidos por no dejar perder algunos vinos moribundos.
Durante décadas, el fraude estaba tan asentado en el sector que existía un Servicio de Defensa contra Fraudes, dependiente del Ministerio de Agricultura y que tenía mayor peso que las propias Denominaciones de Origen. La química era más barata y ello condujo a intoxicaciones severas, más por el mal uso de los productos enológicos que por la simple utilización de los mismos.
Pero no solo ocurría en España, sino también en el resto de Europa. En aquel tiempo, hubo en Italia una adulteración con la utilización del alcohol metílico en vez del etílico, en donde murieron veinte personas. Como también se descubrió en Austria la utilización del glicol para controlar la temperatura de fermentación, pero que también se empleaba para neutralizar la violenta acidez de sus vinos corrientes, dando un toque de suavidad muy apreciado, sobre todo por los clientes germánicos, habituados a los resbaladizos vinos del Rin. Un sustitutivo de la glicerina que se utiliza para el mismo cometido y que el espectrómetro detectaba.
El fraude de origen ha sido mucho más notorio en Francia e Italia que en España. Desde la mezcla del vino argelino con el borgoña después de la filoxera, hasta los fraudes de origen en Burdeos en 1973, del que tardó varios años en reponerse. En estos países, hasta los años ochenta, la carencia del alcohol, que a nosotros nos sobraba, facilitaba todas las estafas, bien por la vía del metanol y la chaptalización.
La picaresca en bares y tabernas