En el transcurso de los casi 50 años de profesión, he catado una cantidad incalculable de vinos. Tengo más de 25 cuadernos de cata que guardo con devoción sin contar las de la Guía Peñin, a los cuales no he recurrido por pereza para este cometido. He preferido optar por mi memoria (que no es infalible) y algún apunte recurrente. Si los cito es porque no los he olvidado.
Las emociones suelen invadirme durante un concierto sinfónico, por la tierna mirada de un cocker, coreografía perfecta y, por supuesto, por la pérdida de un ser querido. Sin embargo, el vino no alcanza este sentimiento, quizá porque, lo he dicho en incontables ocasiones, he sido antes catador que bebedor, de modo que mi selección se debe más a la sorpresa que a la emoción. Los vinos elegidos creo que nadie los va a cuestionar. Son marcas, en general, que están instaladas en el podio de cualquier aficionado con experiencia. No he querido lucirme con alguna novedad desconocida, algo de lo que pecan los que se dejan incitar por el ego.
Las puntuaciones concedidas a los vinos las hice a esa botella y en ese tiempo de vejez. No es la primera vez que cato el mismo vino de dos botellas diferentes, o el mismo vino catado unos años más tarde, variando la puntuación en uno o dos puntos. Si los catara hoy, estoy casi seguro de que las puntuaciones podrían variar. Porque el vino vive y algo cambia.