Alberto Ruffoni y Boris Olivas: Dos hombres y un destino
Alberto Ruffoni y Boris Olivas, dos catadores que han formado parte de la Guía Peñín.
Hoy mismo esta casa, con la larga experiencia en montar salones, organiza un encuentro con las principales marcas de la D.O. Vinos de Madrid en la Casa de Correos de la Puerta del Sol. Aprovechando la ocasión voy a contar mis primeras experiencias en los años 70 cuando se conocían como “Tierra de Madrid”. Historia resumida que extraigo de mi libro Mis Memorias del Vino que se pondrá a la venta el próximo mes de mayo.
El último viñedo urbano de Madrid que vieron mis ojos fue en Fuencarral, próximo a las tapias de la estación de Chamartín. A Manuel (que así se llamaba) lo encontré en 1977 picando el suelo con la azada cuando la sombra de la expropiación asomaba por el horizonte. Me dijo que esa viñita guardaba muchos recuerdos para él, donde elaboraba un vino que vendía en su taberna de Fuencarral. Posiblemente fuera el último vino «precioso» de moscatel que se extendía por las lomas de esa localidad hasta Alcobendas y que citaban nuestros clásicos, además de los de Carabanchel, como los mejores de España.
Antes de las autonomías, la provincia de Madrid estaba integrada en la llamada Castilla La Nueva. Los datos históricos sobre su consumo se reflejaban en las páginas de nuestros escritores del pasado como vino de taberna, sobre todo de la zona este de la provincia.
Cuando comencé a catar los vinos madrileños, una gran mayoría de las marcas procedían de la zona este de Madrid. Incluso cuando se fundó la D. O. Vinos de Madrid, sus dirigentes veían con mejores ojos el futuro de esta zona. Chinchón, Arganda, Colmenar de Oreja y Villarejo de Salvanés eran los proveedores debido a un mayor colectivo de bodegas particulares y a un viñedo mayoritariamente de tempranillo, entonces considerada como la reina madre del viñedo español.
En la década de los cincuenta del pasado siglo, los principales almacenistas riojanos adquirían los tempranillos de Arganda para hacerlos pasar por riojas, cuando en su tierra todavía mandaba la garnacha y el tempranillo era escaso. Yo no veía claro que del tempranillo de maduración precoz en un clima mesetario se pudiera hacer un vino más allá de una correcta evocación manchega.
No obstante, hubo una excepción a finales de los años setenta, gracias a la mano bordelesa de Isabel Mijares, en aquellos años como asesora externa de la bodega Jesús Díaz, de Colmenar de Oreja. En mi búsqueda incansable de un beaujolais hispano, en que prevaleciese el concepto afrutado sobre las notas vinosas de la mayoría de los vinos mesetarios, lo seleccioné para el club de venta de vinos por correspondencia que regentaba.
El tinto se convirtió en el primer vino de moda de Tierra de Madrid, en medio de lo que comenzaba a ser relevante en España como el vino nuevo, como una evocación hispana del beaujolais nouveau. Le puse el nombre de Colmenar con la cosecha 1982. Tuvo una enorme difusión mediática gracias a la valoración de Xavier Domingo, el crítico culinario más relevante entonces. Una marca que sobrepasó el pequeño círculo de seguidores de mis búsquedas, para convertirse en marca propia de la bodega. Le advertí que ese nombre tendría los días contados por la posible negativa del alcalde de Colmenar de Oreja a que se utilizara el nombre del municipio para un producto comercial, como así fue. No tuvo la misma fortuna que Alejandro Fernández en la Ribera del Duero al proyectar el nombre de su famoso tinto Pesquera, a quien el Ayuntamiento de esta localidad agradeció por situar en el mapa el nombre del municipio gracias a este tinto.
En 1982, en la revista Bouquet se me ocurrió la «temeridad» de escribir sobre los vinos de la provincia de Madrid, antes de crearse la D. O. Son tres subzonas: Al este, Arganda y al oeste Navalcarnero y San Martín de Valdeiglesias. Incluso la subzona del Molar al norte de la capital presentía, por su cercanía a la sierra, unos vinos más ligeros, pero sin concretarse en ningún vino ya que la única bodega funcionando era una cooperativa de vinos de garrafón.
Navalcarnero era el epicentro de la variedad negral, uva tintorera que adquirían, sobre todo, los mayoristas gallegos para reforzar sus ribeiros. En sus tierras secas, calientes y arenosas, resultaba una quimera que se hiciera algo decente con la negral, al menos en aquellos años. Asimismo, la subzona de San Martín de Valdeiglesias la componían cooperativas, más centradas en producir graneles de elevado grado alcohólico que, junto a las vigorosas garnachas de Méntrida y Almorox, salían disparados en cisternas a los cuatro puntos cardinales. Los tintos de San Martín de Valdeiglesias, con los de Cebreros y Méntrida, componían la esencia de los principales embotelladores capitalinos para envasar en la botella del “seis estrellas”, o vino corriente de litro.
Pues bien, en aquel reportaje predije que la zona madrileña de San Martín de Valdeiglesias tendría el futuro más halagüeño. Una zona donde convergen las provincias de Toledo, Madrid y Ávila.
Concepción Llaguno, una de las más expertas del vino dijo en aquellos años sobre el vino de Madrid que, para acabar con los “seis estrellas” de litro de envasado industrial, lo mejor sería vender los vinos al mes de la fermentación, conservando los valores primarios y disminuyendo costes de almacenamiento.
¿En qué me basaba para asegurar un futuro esplendoroso a unas tierras arenosas con pinares y escenario de domingueros holgando a la orilla de los pantanos?
Sencillamente, por saber de antemano cómo eran estos vinos recién fermentados antes de pasar el calvario de sus almacenamientos en depósitos de cemento, malamente conservados con sulfuroso y, la mayoría, oxidados.
Aquellos vinos en enero eran flor de un día, eso sí, con leves toques silvestres, ricos en expresión frutal, con una garnacha muy borgoñona, abierta de color (decían que el color precipitaba antes de tiempo), pero que, a partir de abril, perdía todos estos atributos por el brutal almacenamiento en los grandes depósitos de cemento de la cooperativa. Sin embargo, vi el destello más importante por sus marcadas notas minerales y lo que podía resultar de la viticultura de montaña.
Por esa razón, cuatro años más tarde me puse a patear la zona de las garnachas del Tiétar, descubriendo la fortaleza de las garnachas tabernarias de Casillas, lugar donde una amiga mía tenía una casa en la que pasábamos unos fines de semana muy lúdicos. Por allí seguí con mi afición de ir a los bares, algunos de los cuales elaboraban vino para consumo propio. Recorrí San Martín, Cebreros y el Valle del Alberche. Fue un regreso a la prehistoria del vino viendo mulos y caballos con aperos de arado, que aún subsisten. Viñas surtidas de pequeños lagares de piedra cerca de las carreteras donde se descargaban los comportones de racimos, hoy prácticamente desaparecidos.
Me interesaba ver el comportamiento de las raíces de las viñas viejas en los terraplenes de granito desmenuzado de la comarca de San Martín y norte de Méntrida, ricos en sílice (Cadalso de los Vidrios, como su propio nombre indica, fue cobijo de una fábrica de vidrio), además del terruño que cada altitud en un paisaje agreste podría aportar. Al tiempo que San Martín era un lastre por pertenecer a una Denominación sin prestigio entonces, como era Vinos de Madrid, faltaba la labor de un enólogo mediático que impulsara la zona. Le propuse a Carlos Falcó paradigma del pionerismo vitícola español y que ya entonces oteaba la zona, que apostara por San Martín, en base a su vinífera y al suelo pobre y salvaje, y me respondió que la garnacha oxidaba más que la catalana y perdía color. El Marqués de Griñón era muy fiel a su filosofía bordelesa de coloraciones más intensas.
Dos o tres años más tarde, le comenté a Elena Arribas, entonces secretaria del Consejo Regulador de la flamante D. O. Vinos de Madrid, mi intuición de la probable excelencia de los tintos de San Martín de Valdeiglesias. Arribas me comentó muy escéptica, que el cooperativismo estaba muy arraigado en la zona. Efectivamente, eran vinos de garnacha oxidados, rústicos, bajos de acidez y algo caídos de color, a lo que habría que añadir la baja producción por hectárea y, en consecuencia, su dudosa rentabilidad. Yo le respondí con cara de alumno aplicado que eso se resolvía con algunas mentes preclaras y muy enológicas de que invirtieran en el oeste madrileño. Y esa es la realidad de hoy.
Alberto Ruffoni y Boris Olivas, dos catadores que han formado parte de la Guía Peñín.
No existe ningún escritor de enorme peso intelectual que sepa tanto de vinos como Mauricio Wiesenthal.
Saciado de visitar durante toda mi vida profesional las zonas afamadas, me he trasladado a la Alcarria, a los estribos de la Sierra de Culebras en Zamora o a los pies pirenaicos de Sobrarbe de Huesca.