José Moro, el fashion del vino
Cepa 21, la “niña de mis ojos” de José Moro, dueño del proyecto nacido en la familia Emilio Moro y hoy navega con velas propias.
Últimamente voy sintiendo una debilidad por proyectos vitivinícolas fuera de las pasarelas de las D.O. Gente audaz capaz de plantar cepas o respetar un legado en zonas olvidadas sin pliegos de condiciones y sin respaldo promocional de las denominaciones famosas. Saciado de visitar durante toda mi vida profesional las zonas afamadas, me he trasladado a la Alcarria, a los estribos de la Sierra de Culebras en Zamora o a los pies pirenaicos de Sobrarbe de Huesca. España es, quizás, donde más surgen viñadores o pequeñas bodegas sin Denominación de Origen.
Interesado por las rarezas y por aquello de los algoritmos de Google, me aparece una newsletter: boletin@casavinicolamolinias.com de un proyecto vitivinícola perdido en Sobrarbe, un valle oscense al norte de la D.O. Somontano, con el nombre de Casa Vinícola Moliniás. El valle se resguarda de los fríos del norte con un enorme paredón que parece engullir un paisaje recogido y aislado capaz de vegetar almendros a un sol que también habita en un lugar tan cercano a los Pirineos.
El contenido del boletín parece escrito por aquellos viajeros románticos del diecinueve que describen el trabajo rural y detallan el paisaje sin afectación, pero vinculados, con el retrato en color de hoy frente al sepia del pasado. Compré unas botellas on-line a la tienda-distribuidor La Corona de L’Ainsa y los caté en casa. No sé si por el vino, por el relato veraz y la zona perdida, me fui a verlos a dos horas de coche desde la estación del Ave de Zaragoza.
Se trata de una finca rural de 200 hectáreas de lomas, bosques, piedra y aire limpio propiedad de unos hermanos nonagenarios: Ramón y Andrés Aniés. Entre ellas aparecen pequeños huecos con un viñedo de marco medieval a estacas. El proyecto es una idea del matrimonio Nicolás Brun Aguerri como cerebro enológico, pero con mirada en la viña, y Rebeca Araujo Arcas, al mando de los quehaceres de márquetin de la tecnología y turismo rural, transmitiendo cada pocos días a través de su boletín, un mensaje de cómo ver la vida en la montaña. La pareja emana una cultura urbana, pero que huye del ruidoso frenesí de la ciudad, intimando con los silencios de la Naturaleza, rehabilitando las viejas casonas de la finca para crear 6 casas rurales para que los excursionistas sientan también esa intimidad. Nico y Rebe pensaron que en los prados que las separan podrían plantar viñas, resucitando las tradiciones rurales. Y así se pusieron manos a la obra, convirtiendo ese terreno en botellas.
La marca estrella es Diaplex 2022 blanco y tinto, ambas con los casi desconocidos 12º. El blanco lleva macabeo, alcañón, garnacha blanca, parren verdal y un ligero toque con otras castas perdidas. Un blanco con curiosas sensaciones frutales y una liviana textura de dulcedumbre. Recuerdos de paja húmeda y hierbas de tocador. El tinto, hecho con garnacha, moristel y una sinonimia de parraleta bomagastro, criado 6 meses en cemento y 5 en tonel. Con un color granate guinda fruta de zarzal, de taninos suaves y fluidos, ligero y con una acidez integrada.
Nico y Rebe embotellan el entorno casi salvaje en el que crecen sus viñas a través de un trabajo actual y adaptado, envolviendo sus vinos con mensajes de amor al pasado rural y vendiéndolos directamente en su página web. A la vez, Javier Buil, propietario de la tienda en L’Ainsa, comercializa sus vinos con la ilusión como si fueran suyos. Un soñador que ofrece su enoteca en donde se reúne un grupo de circunspectos catadores con el nombre Vigneron de Huesca, formado por sumilleres, bodegueros y gentiles aficionados de la región.
Unas semanas antes, Mario Rico, el hombre que puso en el firmamento a comienzos del siglo actual la bodega Dominio de Tares, me dijo que estaba colaborando con una bodega situada en la Alcarria guadalajareña: Alto de Pioz. Pensé que, con el antecedente de otra bodega perdida en Cogolludo, Finca Río Negro, la altitud de la Alcarria, en ese paraje conocido por sus mieles, con su soledad, su biodiversidad intacta y la virginidad de sus suelos, podría salir un vino peculiar. Y hasta allí me condujo en su coche. Desconocía que el enólogo es nada menos que Aurelio García, el hacedor del vino Valquegigoso y de la bobal conquense Mikaela, entre otros proyectos. Por lo tanto, no dudé en acompañarle.
Imagen de Claudio Sodio y Aurelio García, de la bodega Alto de Pioz.
Foto Alto de Pioz en Guadalajara.
Transitando por un camino de tierra y baches contemplo un horizonte de páramo y bosque bajo hasta llegar a una casona blanca, como un aviso de que en el futuro se convertirá en un refugio de trabajo y a la par enoturístico, gracias al famoso arquitecto japonés Tadao Ando, en donde dominará la geometría del color blanco con un pragmatismo de los espacios y con la incorporación de la naturaleza fuera el caos de las ciudades para crear un lugar de reposo, meditación, serenidad y espiritualidad. Los dueños de este proyecto alcarreño son los hermanos Claudio y Bosco Sodi, pertenecientes a la reputada y destacada familia Sodi, de origen toscano y afincada en México. Recuerdo este nombre por la bodega Sodi, en la zona florentina de Chianti. Aunque Claudio viaja con frecuencia a Florencia, no sé si tiene relación con esta firma. Su madre es Laura Zapata, conocida actriz mexicana de teatro y cine. Su hermano Bosco es un conocido pintor que reside en Nueva York, famoso por la estética de lo telúrico, las mil formas y colores de las tierras.
Después de todo este alarde artístico, raro sería que el vino fuera del montón. La huella de Aurelio García, cuyos trabajos rezuman terroir, se deja notar en esta casa. El blanco Alto de Pioz 2023 posee los rasgos silvestres de la malvar, una casta que en Madrid se vinifica con el nombre de “sobremadre”. Su crianza se reparte entre barrica y fudre, mostrando una frescura y ligero toque montaraz. Parece ser que esta uva se está poniendo de moda en los bares de vinos de la capital. En cuanto a los tintos Guadalajara y algo menos en Madrid, siempre ha sido la segunda patria del tempranillo y Alto de Pioz 2022 lo lleva. Un tempranillo fresco, ligero con un toque de fruto rojo de páramo muy alcarreño. El Sodi 2022 tinto atisba un ligerísimo matiz cremoso de la barrica con una pequeña mezcla de garnacha, pero siempre con la frescura ligeramente floral de las alturas del páramo a los casi 1000 metros.
Entre las sierras zamoranas de la Culebra y las Cavernas se halla el pueblo de nombre de cuento infantil: Faramontanos de Tábara.
En La Culebra, tierra de lobos y berreas y de aciago recuerdo de los incendios devastadores de 2022, todavía quedan diminutas viñas herederas de felices y lejanos tiempos. Uno que las vendimia es Roberto Calabor.
Adrián Ferrol, sumiller del restaurante Lera, me lo sirvió hace casi un año. Quedé atónito al probar una garnacha de un territorio imposible como el noroeste de Zamora. Prometí ir y hoy lo cuento.
Dejando atrás la antes llamada Tierra del Vino, me meto en una carretera que serpentea las estribaciones de La Culebra, llego a Faramontanos y me encuentro a Roberto Calabor, con el sobrenombre de Vigneron, acompañado de mi viejo amigo Marcelino Calvo, sumiller del restaurante El Ermitaño de Benavente, y al preboste de la enología castellana José Carlos Álvarez, que echa una mano a Calabor. Aunque el nombre de Marcelino es un ensamblaje del título de una película de mi infancia Marcelino Pan y Vino y el apellido de su protagonista Calvo, nada tiene que ver con todo esto. Si acaso el vino, que es la pasión de un sumiller ilustrado.
Roberto Calabor no lleva la camiseta reivindicativa ni zapatillas de deporte, como lucen los viñadores de las nuevas generaciones. Asoma un retrato muy castellano de hombre de campo vitalista, que en sus primeros años de jubilado quiere rescatar unas viñas casi dormidas de más de cien años. Aunque en el siglo XIX España era todo un viñedo, esta comarca es el último rincón desconocido de Zamora, en donde las retorcidas cepas invernales anuncian una tradición que sobrevive. Roberto lo sabe, pero es su pueblo, libre de reglamentos de las denominaciones de origen. Los tintos de Roberto Calabor no son un “vino de garaje” sino de “dormitorio”, con las barricas distribuidas en habitaciones reacondicionadas de una antigua casa de labranza. Allí vive en compañía de su pareja y de su madre que nos deleitó con un cabrito asado acompañando a sus vinos.
Me gustó el tinto Roberto Calabor “Vigneron” 2022 Esencia y la misma cosecha con la etiqueta de "garnacha tinta”. De granate abierto, con un aroma frutal y una entonación floral muy sutil que me recordaba a algunos “grenache” de las zonas altas del Rosellón francés. Un vino que promete. Es la nueva revolución de los vinos extremos.
Cepa 21, la “niña de mis ojos” de José Moro, dueño del proyecto nacido en la familia Emilio Moro y hoy navega con velas propias.
La experiencia de José Peñín en la Real Academia Española de Gastronomía.
Las trampas y los engaños en la historia del vino: los fraudes intoxicables, los de ley y los aguados del vino.