Retratos: Carlos Delgado, el joven octogenario
José Peñín habla de Carlos Delgado, veterano escritor y periodista.
En los últimos años el viejo vocablo “clarete” va despertando en la alta costura del vino, aunque, pensándolo bien, ese término sea más adecuado que el de rosado. El clarete es lo que se ve, mientras que el rosado es a lo que se parece.
El término rosado es mucho más contemporáneo. Procede del término francés “rosé” que siempre han sido unos vinos más abiertos de color, ya sea rosa o rosa pálido. En cambio, los “rosados” españoles generalmente son de color frambuesa-fresa, hasta que en los últimos años aparece el verdadero rosado de matiz rosa, el llamado “provenzal”.
Hasta mediados de los años 70 no existía la palabra rosado en el vocabulario del vino español, solo clarete. Para no abandonar este término tradicional en el Estatuto del Vino de 1970 se establece la diferencia entre rosado y clarete. En el texto se distingue el clarete del rosado por la leve fermentación de los hollejos tintos del clarete frente al rosado, con una fermentación sin pieles, como es conocido. La normativa fue un planteamiento absurdo ya que la definición del clarete no era otra cosa que un tinto de poco color. Dicha normativa se eliminó en los reajustes posteriores del Estatuto.
El blanco parece que tiene vela en todas las épocas del año. Tiene un halo de cultura, es plural e histórico. Hay blancos diferentes y misteriosos como los finos andaluces, míticos como el voluptuoso Chateau D'Yquem en Burdeos, seductores como el tokay húngaro y el eiswein alemán, refinados como el Montrachet de Borgoña o complejos y montaraces como el Chateau Grillet del Ródano. ¿Pero quién puede señalar un rosado histórico? ¿Alguien puede explicar por qué no ha existido el vegasicilia de los rosados?
Cuando en los años 80 escribí los primeros artículos sobre este tipo de vino, tenía un alcance limitado en cuanto a la calidad, entendiendo que debía ser de la última cosecha, beberlo frutoso, fresquito y nada más. Era el complemento del catálogo de casi todas las bodegas españolas. Un vino menor, barato y, en su mayoría, con mezcla de vino tinto y blanco.
La incorporación del roble y la crianza sobre lías han dibujado un rosado más complejo.
En mis primeros recorridos setenteros por las bodegas nacionales, en algunas zonas el rosado era un subproducto resultante de priorizar la elaboración de la llamada “doble pasta”, duplicando la carga de hollejo para producir tintos de mucho color que eran muy rentables para las mezclas del granel. Incluso en Galicia me vendieron en 1977 un rosado que les sobraba porque los hollejos los utilizaba para los tintorros gallegos bebidos en las “cuncas” y tabernas.
El procedimiento consistía en utilizar el hollejo que sobraba del rosado para añadirlo a la elaboración de tintos, quedando el rosado como un subproducto de venta rápida.
Volviendo a la dicotomía clarete y rosado. En realidad, es lo mismo con la diferencia de que los que quieren recuperar el término clarete, no buscan tanto elaborar un rosado con otro nombre, sino utilizar las prácticas castellanas de antaño cuando la masa de la vendimia la formaban diferentes castas, tanto blancas como tintas, para producir un vino con crianza en roble y sin prejuicios para envejecer.
Los “claretes”, como género de tintos de poco color, han desarrollado diferentes cromatismos desde que se inventó el vino. El vino histórico siempre fue el blanco y es posible que el primer paso para instalarse el tinto en las apetencias de los consumidores fuera el clarete, es decir, el blanco teñido. En España, hasta el siglo XIX, los blancos y claretes mandaban en el consumo. En las viñas en donde se cultivaba el batiburrillo de cepas blancas y tintas mezcladas daban claretes. Incluso el término acuñado por los ingleses para comprar el “french Claret” de Burdeos, un tinto de color guinda muy abierto hecho por mezclas de uva tinta y blanca.
Tres cuartas partes del viñedo español hasta 1975 era blanco gracias a los mayores rendimientos de sus cepas en zonas cálidas, mientras que los claretes se producían en Castilla y León, Navarra y Rioja, sin perjuicio de que fueran criados en roble. Gran parte de estos vinos eran el fruto de, o bien de viñedos de origen medieval, o sea, cepas tintas y blancas intercaladas en la misma hilera, o de vendimias precoces de las uvas tintas por recoger cuanto antes el fruto ante el temor de las lluvias otoñales. Eran tiempos en que no se aceptaban las astringencias vegetales de las cepas inmaduras, practicándose maceraciones cortas de las uvas tintas para extraer los aromas del mosto.
La ambigüedad de su color, como el "vino de Asunción que ni es blanco ni es tinto..." resultaba sospechoso en el pasado. Es posible que su origen se deba a circunstancias accidentales. La tradición del clarete en España se circunscribe a las zonas donde la maduración de la uva tinta no era completa.
Los claretes de León (los antiguos claretes de la Bañeza, Valdevimbre y los Oteros), Valladolid (Cigales y Ribera del Duero) y Burgos (zona de Aranda) son historia. Otra hipótesis que se baraja en relación al color es que las vendimias mezclaran las uvas blancas y tintas hasta bien entrado el siglo XX, fermentando en las bodegas subterráneas muy profundas que, por su temperatura más fresca, dificultaban la extracción de color de las uvas tintas.
Los antiguos “blancos pardillos” del siglo XVII eran el resultado de este batiburrillo y que nada tenían que ver con los “aloques” de Valdepeñas, que eran tintos “blanqueados” con uvas o vinos blancos. Hasta la segunda mitad del XVIII, y cuando no existían técnicas de decoloración, los blancos borgoñones, toscanos, venecianos y el champagne eran ligeramente rosáceos o cobrizos por la presencia de uvas tintas en la vendimia. Aunque aquí no son comerciales los delicados y femeninos rosados gris y los pelure d'oigon o piel de cebolla que se elaboran en Francia, Sudáfrica o Australia, algunas bodegas españolas están elaborando rosados que parecen blancos con ligeros brillos rosados, interpretándolos como modelo provenzal cuando, en realidad, están más cerca del modelo “gris” francés.
El término rosado procede del término francés “rosé” que siempre han sido unos vinos más abiertos de color, ya sea rosa o rosa pálido.
A finales de los 90 el primer paso para convertir el rosado en un vino de lujo fue cuando, el ya fallecido Fernando Chivite, incorporó las lías y el roble de un modo sutil para convertirlo en un rosado-clarete sutil, elegante, fluido, con los matices de fruta, pero también con la complejidad de la crianza sin perder un gramo de frescura. Una experiencia que hoy domina el ranking de los mejores.
Tanto en el modelo provenzal, hoy de moda, como los “frambuesa” han mejorado considerablemente desde hace 10 años. La incorporación del roble y la crianza sobre lías han dibujado un rosado no necesariamente de la última cosecha, con más densidad, la complejidad de la crianza, menor explosión frutal lejos de los aromas artificiales añadidos hasta entonces. La regulación de la vendimia algo más precoz específicamente para rosados, las nuevas tecnologías, la joven generación de enólogos más preparada y sin los temores de poner un precio más elevado que antes, han permitido incluir entre los aficionados este tipo de vino. Los consumidores entendidos que, hasta ahora, se decantaban por los grandes tintos y blancos. La moda del tinto multivarietal, sobre todo en la Ribera del Duero, ha llegado también al rosado. Con lo de multivarietal no me refiero solo a los vinos con más de una variedad mezcladas en la bodega, sino ya mezcladas en el viñedo.
Hasta hace 10 años era impensable encontrar rosados con puntuaciones superiores a 90 puntos por la poca confianza en mejorar un tipo de vino que no sea fruta, frescura y ligereza.
Este listado de rosados pertenece a otra dimensión cuyas características se acercan a un nivel de los grandes vinos de culto. Son vinos de orfebre, de pequeña producción, cuyos propietarios han puesto tanta o más diligencia que con sus mejores blancos y tintos, con un exquisito trabajo con lías y crianzas en roble y algunos en cemento. Son vinos con una elevada riqueza de matices, elegantes, complejos, frescos, con terroir y una envidiable persistencia en boca.
De los 777 rosados de la Guía Peñín solo 10 aparecen con puntuaciones entre 96 y 93 puntos, que cito a continuación:
(Para más información y compra de los vinos teclear la marca y cosecha en Google)
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José Peñín cuenta su experiencia como jurado aldeano para elegir el mejor vino de familia, aquellos que no se comercializan.