Mi pasado con el vino de Madrid
Con motivo de la celebración del Salón de los Vinos de Madrid, José Peñín nos cuenta su experiencia con esta D.O.
Hoy apenas pocos acontecimientos del vino me levantan del sillón, hasta que unos días antes de Semana Santa recibo una llamada telefónica de Francisco Martín Sanjuan, al que no tenía el gusto de conocer. Para mi sorpresa me pregunta si yo podía participar como jurado aldeano en Santillana de Campos, en la provincia de Palencia, para elegir el mejor vino de familia, o sea, un vino de autoconsumo que no se comercializa.
Acostumbrado a catar etiquetas comerciales como todos, me produce una tremenda curiosidad explorar otros modelos vinculados a la producción de vinos particulares de consumo propio. Personas que elaboran como afición, compartiéndolo con sus amigos y familiares fuera de los canales comerciales. Algunos pensaban que meterse en la vorágine del comercio implica cambiar su vida, lo cual no era su propósito, aunque la excepción fueron Francisco Martín, uno de los organizadores del evento, que tenía la intención de comenzar a vender su tinto Detilio 2020 vestido con etiqueta y cápsula.
En el año 2018 publiqué en estas páginas un artículo sobre bodegueros aficionados que se reunían para compartir sus vinos en una casa de fin de semana en el pueblo de Guadarrama. Carlos Martín, entonces empresario de mecánica y chapa, tenía en su garaje dos pequeños depósitos inoxidables, cuyo vino compartía con los del resto de los bodegueros aficionados, los cuales también procedían de distintas profesiones alejadas del vino.
Sin embargo, en esta ocasión se trataba de contactar con el más extendido e histórico oficio de bodegueros familiares de consumo propio. Pensé que estos vinos rurales habían casi desaparecido desde los tiempos en que más de media España bebía el vino propio. De pequeño, cuando visitaba las aldeas leonesas, sus habitantes hacían su vino en casa de esa viñita familiar a pocos kilómetros de casa.
Ante este panorama, no lo dudé y me dispuse ir allí nada menos que el Sábado Santo, con regreso a Madrid el mismo día. El cartel anunciador señalaba el ámbito territorial de los participantes de los pueblos de la zona de influencia del canal de Castilla ramal norte, el área del Camino de Santiago y la Vía Aquitania. Este último se llama así porque era una calzada romana que conectaba Burdeos con Astorga para convertirse en la Edad Media en un tramo del Camino de Santiago palentino, recorrido por franceses que venían de la región francesa.
La cita fue en el barrio de bodegas subterráneas, hoy convertido en merenderos familiares en donde se levantaban unas carpas bombeadas por un viento mesetario. Allí, contentos y felices los bodegueros parapetados en pequeñas mesas ofrecían sus vinos familiares a una concurrencia joven y vivaz. Cuando me presento a los organizadores algunos me observan asombrados de “cómo el señor Peñín viene a este encuentro de pueblo, será que no tendrá otra cosa que hacer”. Las otras cosas que podría hacer eran menos importantes porque asistía a algo muy especial, catar el vino íntimo, el que ellos beben fuera de las guías y reseñas mediáticas. En un momento me sentí que violaba esa intimidad como coto cerrado del pueblo para el pueblo. Con el recuerdo de los vinos familiares de antaño, hace bastantes años que me propuse con Massimiliano Polles a cargo de la fotografía, escribir un libro sobre los llamados entonces vinos de pueblos, en plural, recorriendo la España rural de aquellos cosecheros que producían vinos para ellos. El proyecto quedó en el olvido porque suponía mucho tiempo de dedicación y por las dificultades para localizar a sus propietarios, la mayoría refractarios al contacto exterior.
Participaron 11 cosecheros, cuyos vinos nacen de ese viñedo medieval de cepas intercaladas en las hileras. La sala de cata era un pequeño habitáculo de entrada a una bodega subterránea pasando más frio que el perro de un vagabundo, pero con el calor emocional del concurso. Cuando probé los vinos me trasladaron a mis primeros años en la profesión catando vinos rurales. Recuerdo en años infantiles ver esos vinos embotellados en casa de mis tíos agricultores en León. Todos contaban con vinos propios hechos de aquella manera, socorridos por las gaseosas que también se fabricaban en los pueblos. En esta ocasión, mejor hechos porque las herramientas de elaboración actuales son de tamaños más domésticos que antes.
Valentín Rincón, uno de los presentes, estaba pendiente de comprar una viña, pero hasta ahora vendimiaba cepas ajenas. El concepto vino artesanal y “vino natural” parece insertarse en el colectivo, no tanto por las nuevas tendencias, sino huyendo de esa “química” que parece prevalecer entre las mentes campesinas. Lleva elaborando el vino propio desde hace 15 años.
Hablé con otros cosecheros, como Teodoro Hierro, de Villalón de Campos con una visión futura de comenzar una leve comercialización. Los demás que me daban a probar de sus botellas anónimas los veía pendientes de mi veredicto.
En ese instante, lo más importante no era mi opinión sino ver sus ojos de ilusión y orgullo personal, como si fuera el hijo que nace de la tierra con el deber cumplido para beber en familia y disfrutar de sus propios vinos que, a fin de cuentas, el objetivo no es venderlos al ser conscientes de que esos vinos les resultan más caros de producir que lo que podrían comprar en el lineal de un supermercado.
Valentín Rincón, cosechero.
Dentro de la teología evaluativa de mis puntuaciones, ninguno se acercaba a los 90 puntos. Sin embargo, aquellos vinos desprendían amor e ilusión de los que los hacían, llegando un momento que, al probarlos todos, lo de menos era compararlos con las marcas comerciales habituado a catar. El nivel de calidad me recordaba a muchas marcas comerciales, algunas punteras, que bebía en los años ochenta, pero mucho mejores que sus homónimos rurales de décadas anteriores atestados de mercaptanos, etanal y acidez volátil, los cuales se mitigaban con la presencia de la gaseosa nacional.
Cuando regreso a Madrid durante las dos horas de viaje, comienzo a pensar lo relativo que es el concepto “bueno y malo” en un vino que los profesionales sabemos precisar. La cultura del sabor en la actualidad cuenta con más adictos hacia el llamado “vino natural”, donde el defecto y la virtud se dan la mano armónicamente. Los nuevos consumidores, curiosamente los más jóvenes, al no tener las referencias del vino ortodoxo, comienzan a entrar en esta cultura aceptando estas dos caras de la moneda como identificativos del vino no intervenido por alguna química. Gran parte de estos vinos familiares palentinos se acercaban a esta cultura, cuyas elaboraciones no tenían como objetivo buscar la complejidad de la suma de los rasgos frutales con los de la crianza, sino aceptar el resultado que salía de sus elaboraciones, aunque fueran precarias. Esta experiencia me confirmó aún más que el fin de los cosecheros que visité no es tanto elaborar el mejor, como que el vino guste.
Con motivo de la celebración del Salón de los Vinos de Madrid, José Peñín nos cuenta su experiencia con esta D.O.
Alberto Ruffoni y Boris Olivas, dos catadores que han formado parte de la Guía Peñín.
No existe ningún escritor de enorme peso intelectual que sepa tanto de vinos como Mauricio Wiesenthal.