De un cobertizo a una multinacional
Las grandes sagas del vino que han ilustrado la historia de esta antigua y sagrada bebida tienen su correspondencia con la del corcho. Corcho y vino han sido consortes inseparables desde que el hombre ha necesitado beber alejado de la bodega, lejos de la viña. Su historia se remonta a 2000 años atrás, pero es en el siglo XIX cuando se conocen sus propiedades obstructivas al hacerse indispensable la botella para la guarda y comercialización con su etiqueta de identidad, revelándose como único e insustituible para ejercer de barrera a largo plazo entre el vino y el exterior.
Este pensamiento afloró en la cabeza de António Alves Amorim en el año 1870, en Vila Nova de Gaia, la otra orilla de Oporto. Años de sofocos y palpitaciones industriales después la primera Exposición Universal de la Península Ibérica, la liberalización del comercio marítimo y el puente colgante de Eiffel, que daba vida al Porto Novo, como se llamaba entonces a la orilla izquierda de un Duero con olor de mar. En aquella época, las bodegas de Gaia rebosaban de pipas de vino que, sin salir de su envase de roble, embarcaban rumbo a Inglaterra. António no tuvo dificultades para razonar que, si Portugal era el filón más importante del alcornoque y el vino de Oporto vivía su momento dulce, nunca mejor dicho, no dudó en montar una fábrica de tapones de corcho. Eran años de esplendor victoriano en el Imperio británico cuando la botella necesitaba a su inseparable acompañante. Al contraer matrimonio con Ana Pinto Alves, no tardó en confesarle:
"Según mis cálculos, en 1900 vamos a ser la familia más próspera de los alrededores”.