Vinos que desaparecieron (I)

3 September 2024

España es, quizás, el país europeo en que menos volvemos la mirada a los vinos de ayer. Muchos desaparecieron.  En Europa no es así: rinden pleitesía a una tradición, aunque no sea un producto de masas. En este país hemos trabajado el mimetismo, es decir, hacer lo que hace el vecino por entender que “es moderno” y rentable, como son los vinos de mesa. Hoy voy a hablar de los vinos forzados a morir desatendidos por la codicia de un mercado fácil. Estos son algunos de los vinos que murieron.

El rancio de Peralta

Posiblemente, el rancio navarro de Peralta sea de los pocos vinos olvidados del que se tiene una digna documentación.   En los tiempos de la expansión vinícola del siglo XIX, el rancio de Peralta dijo su último adiós.

La madera de cerezo debería tener misteriosos atributos para ser también utilizada en Navarra para el histórico vino de Peralta. Su mejor época la disfrutó en el siglo XVIII, vendido en su mayor parte en España y, desgraciadamente, no pasaron más de cien años hasta quedar convertido en mera reliquia.

Según algunos historiadores señalaban, las variedades utilizadas eran berbés, malvasía y tempranillo. El mosto no prensado –lágrima-se echaba en un tonel de cerezo de 3.200 litros al que se vertían 320 libros de mosto cocido reducido a dos tercios y una canasta de hollejos sin pepitas ni raspón. Toda esta mezcla, casi litúrgica, entraba en fermentación hasta marzo y después se clarificaba con clara de huevo. Unos días más tarde se trasegaba a pipas más pequeñas de la misma madera donde, a continuación, envejecía cuatro años. Huetzde Lemps señala que su color era dorado, casi café, cuyos toneles jamás quedaban vacíos al reponerse el vino que se consumía con otro más joven que llamaba pollo. Al final del ciclo de cuatro años se convertía en un exquisito vino rancio. Si se dice que Peralta se llevó la gloria, bien es cierto que su producción no fue exclusiva, ya que Falces y Villafranca también hacían su rancio de las mismas características.

Viajeros seducidos

Richard Ford apenas se enteró de los vinos navarros, excepto cuando echó un trago del célebre rancio: “Navarra tiene su Peralta igual que Aragón su cariñena y los vascos su txacolí”. André Jullien, en un tono más científico, lo definió como un vino de gran calidad y análogo al paxarete andaluz. Una descripción quizá al hilo del estudio del insigne Roxas Clemente, que en 1.818 explicaba que el vino era dorado que tira a color café, parecido al paxarete y que se cría en toneles que no llegan a vaciarse del todo, sino en parte. Tampoco pasó desapercibido al Barón de Bourgoin, quien a finales del siglo XVIII lo citaba en su libro 'Paseo por España'.

Hubo madrugadores, como François Bertaud, que en 1.659 lo consideraba como uno de los más importantes del país. Y el abad Vayrac, un eclesiástico de postín, que lo compara con el de Saint Laurent, pero más fuerte y mejor. Ninguno perdió la cabeza por el vino de Peralta, aunque adornara la proa de sus diarios. Ninguno lo dibujó con la vehemencia del jerez como lo hizo Ford o Theophile Gautier. Quizá en el silencio y la indiferencia por los vinos de grado y color del antiguo Reino, Peralta emergía como un oasis. Ni siquiera Rioja sonaba en los mentideros de alto copete. Solo el rancio, cuya producción llegó a las 50.000 cántaras a finales del dieciocho para bajar un siglo más tarde a 8.000.

Poco tenían donde elegir los condenados a muerte en su última voluntad. El vino como estrella rutilante del universo lúdico, era la criatura elegida para hacer olvidar – como dijo Eurípides- nuestras desdichas. No se trataba de morir ahogado en un tonel de peralta como lo hiciera el Duque de Clarence con la malvasía. El gran vinólogo vasco Manolo Llano Gorostiza escribió que el rancio de Peralta acompañó a bastantes condenados a muerte camino de la horca por si les apetecía “echar media” a lo largo de tan fúnebre camino. El escritor navarro José Mª Iribarren confirmaba esta costumbre al señalar que, cuando en 1.826 se ajustició en Tafalla a Justo Osés, alias “el chanforrin” por matar a su mujer y antes de enterrarla sobre ella plantar unas lechugas, fue llevado al patíbulo atado con una soga y montado en una burra con baste. A su lado unos entunicados eran los encargados de llevar vino rancio de Peralta por si al reo se le ocurría “tomar algo”.

El Peralta fue un vino para los momentos felices y transcendentales que guardaban las buenas familias de tierra adentro. Tal vez si Peralta hubiese estado en el litoral a tiro de las rutas coloniales, sus vinos hubieran figurado en las mejores mesas del imperio británico. La revolución industrial del Diecinueve acabó con los vinos antiguos, solo sobrevivieron los que estaban bien comunicados. El rancio de Peralta correspondió como vino mediterráneo, generoso, cálido a una Navarra que bien pudiera haber sido en vinos y en toros la Andalucía del Norte.

El gran vino precioso: El "Sanmartín"

Desde el Siglo de Oro hasta la primera mitad del siglo XIX, no ha habido ningún escritor afamado o desconocido que no haya mencionado los llamados “vinos preciosos” que se elaboraban con la cepa albillo en San Martín de Valdeiglesias, que nada tiene que ver con los hoy famosos vinos de Gredos. Un vino no muy dulce, pero que adquiría un gran peso y complejidad en la crianza más o menos oxidativa, con un agradable regusto rancio. Uvas doradas por su rápida maduración, al ser una variedad temprana y unos suelos arenosos cargados de sílice, que aún potenciaba el grado alcohólico y que impedía la fermentación completa, dejando un apreciable y fino regusto dulce y meloso. Un “sanmartín” en boca de aquellos consumidores otorgaba cierto estatus a quien lo bebía. El siglo XVI marca en España el inicio reglamentario de los vinos municipales y una de las vedettes entre los tostados de Ribadavia y los generosos de Tierra Medina fue el vino de San Martín.

Los vinos solían envejecerse en Ávila, lugar donde se hallaban la mayor parte de sus comerciantes. La altitud de la ciudad teresiana, con temperaturas inferiores a 30 grados, facilitaba envejecimientos más sosegados. El fenómeno del feliz añejamiento elevó la cotización hasta hacer famosa la frase “vino de San Martín encerrado en Ávila vale más que un florín”. Segovia, su mercado principal, llegó a exigir que solo las tabernas muy especializadas pudieran vender este néctar. En el año 1647, Vizcaya no era ajena a la seducción del vino madrileño, pues entraba por la puerta grande de las más acreditadas tabernas de la provincia. Su “divinidad” quedó reflejada en el divertido pasaje de Tirso “La Santa Juana”, donde en un espíritu de ciega devoción, se confundía al San Martín parroquial con el sanmartín vino. Sin duda, aquel glorioso y ambarino vino blanco fue capaz de hacer suspirar a Miguel de Cervantes, Vicente Espinel, Juan Ruiz de Alarcón, Lope de Vega, como también a los viajeros ingleses del XVII, como James Howell, Williams Edgeman o Lady Anne Faushawe.

El Canary Sack

El vino dulce de Canarias, en particular el de Tenerife, y que los ingleses denominaron “Canary Sack”, fue posiblemente el único vino planetario de prestigio que desapareció sin dejar rastro.  La malvasía, la cepa de este singular vino, había arraigado fuertemente en Canarias y Madeira. En las islas españolas la llegada de la vid supuso el abandono progresivo de su cultivo principal, hasta entonces, la caña de azúcar. El viñedo se impuso como cultivo rey y, a lo largo del siglo XVI, Canarias llegó a producir hasta 80.000 pipas de vino, superando incluso la producción de Jerez. Era el apogeo del canary sack: un vino dulce, amargo y ácido a la vez, que adquiría su tono dorado lentamente en un largo envejecimiento en tonel. El final de tanto esplendor llegó a principios del siglo XVIII y estuvo marcado por varios acontecimientos que pondrían el broche a unas relaciones hispano inglesas cada vez más envenenadas, girando velas los negociantes ingleses hacia Portugal, concretamente a Madeira. Los elementos telúricos también pusieron de su parte en el ocaso del canary. Garachico —principal puerto tinerfeño de las malvasías— fue destruido por un terremoto durante tres años consecutivos (1720-1722). Después de estos episodios, las escasas intenciones de mantener este vino tropezaron con la irrupción del cultivo del plátano, que ocupó el mismo terreno reservado a la malvasía, que necesariamente debe hallarse a baja altitud y mirando al mar. Por esta razón, esta cepa que encumbró al Canary hoy es minoritaria en las islas.  

Próximo capítulo:  

  • Los “tostadillos”
  • La malvasía de Sitges y Bayalbujar
  • El dulce “tintilla de Rota”
  • El Fondillón resucitado
  • Los vinos de La Mata y Matola
  • El “tent” de Alicante y el “carlón” de Castellón.
    Escrito por Jose Peñín

    Uno de los escritores de vinos más prolífico de habla hispana y más conocido a nivel nacional e internacional. Decano en nuestro país en materia vitivinícola, en 1990 creó la “Guía Peñín” como referente más influyente en el comercio internacional y la más consultada a nivel mundial sobre vinos españoles.

El mejor tinto es un blanco

Una realidad en los últimos tiempos cuando el blanco, sobre todo en el verano, puede sustituir al tinto para lidiar con platos que, hasta ahora, eran patrimonio de los tintos.

Sigue leyendo