El auge de las variedades olvidadas (I)

2 agosto 2021

Hace unas semanas hubo un debate online organizado por la Fundación para la Cultura del Vino sobre el futuro de las variedades olvidadas a propósito de Terruños, un excelente cuaderno que la Fundación edita cada cierto tiempo y que, en el último número, realiza un profundo examen con distintos puntos de vista de diferentes especialistas.

Es un tema que ya traté en dos capítulos publicados en mi blog Uvas ocultas (I): Castilla la Mancha y Levante y Uvas ocultas (II): Cataluña, y que continuaré en próximas ediciones. En esta serie aparecen por primera vez en España y gracias a la Guía Peñín, los mejores vinos puntuados de estas cepas olvidadas y que ya se comercializan. Es de agradecer que en estos últimos años estas vides adquieran un gran protagonismo, no solo por la decisión de algunos cosecheros de convertirlas en marcas, sino también por crear un nuevo retrato de vinos multivarietales evocando el viñedo medieval del vidago y que vuelve con fuerza desde los años Ochenta.

En el videodebate, que pude ver ayer a través de la revista digital VITIVIN, intervinieron Pablo Álvarez, el pope de Vega Sicilia, Félix Cabello, de la Finca El Encín (IMIDRA), uno de los investigadores más relevantes sobre la genética vitícola y Pedro Ballesteros, gran analista y Master of Wine nacional, con la imponderable moderación de Rafael del Rey, gerente de la Fundación. Una intervención en la que el pragmatismo sin ambages de Álvarez conciliaba con el excelente y sobrado conocimiento técnico de Cabello y la visión más global y analítica de Ballesteros. El tema vertebral giraba en torno a si el rescate de las variedades olvidadas tenía fundamento como alternativa hedonista y comercial en el panorama vinícola nacional

Bastantes cepas desaparecieron y las que quedaron, más que olvidadas, podemos decir que son supervivientes. Todavía es pronto para determinar si estas castas puedan afectar positivamente al grueso del consumo de vinos. Mi opinión es que, desde la perspectiva del mercado mayoritario, todavía el peso de las variedades globales y de mayor producción de origen francés, italiano y español es muy grande. A fin de cuentas, son las más experimentadas, con sabores nítidos y potentes. Por el momento, es una alternativa para gustadores más expertos en busca de la diferenciación, un nicho de mercado que solo supone un 2 por ciento. La mayor calidad de nuestros vinos actuales y el incremento de la sensibilidad de estos consumidores hacia sabores más telúricos, silvestres y ecológicos han facilitado el auge de estas variedades reconociéndose que, aunque no estén por calidad a la altura de las más conocidas, a cambio aportan nuevos sabores.    

¿Por qué han sobrevivido?

La mayoría de estas cepas eran minoritarias porque no maduraban suficientemente (color y grado) como para ser protagonistas en la botella, debido a que eran tardías y su supervivencia se ha debido a que añadían un punto de acidez que no tenían las cepas más notorias. Les faltaban los dos elementos que eran muy importantes en el mercado hasta hace nada: el color y el grado alcohólico.

La recuperación que se está llevando a cabo en estos últimos años se debe a que la técnica actual, tanto en la viña como en bodega, ha logrado en estos vidueños descubrir vinos con más expresión y personalidad. Se ha pasado de una cultura campesina del vino a una cultura universitaria de las nuevas generaciones de enólogos jóvenes. Una generación, incluso, capaz de influir en los enólogos tradicionales e inmovilistas. Lo más importante es que esta juventud enóloga tiene puesta su mirada en la praxis de sus abuelos más que en la de sus padres.

Viticultor recolectando uva

El caos en la viña

El vidago, por si alguno no me ha leído en otras ocasiones, es el viñedo histórico en donde en la misma viña se cultivaban diferentes especies de uva, no solo blancas o tintas, sino también con diferentes maduraciones. Una fórmula rural para asegurar un equilibrio en la vendimia cuando esta práctica se regía por el Santoral y no por la maduración de los racimos. Un año podría venir fresco, pero alguna cepa temprana resolvía el asunto; mientras que, si venía caluroso, el protagonismo lo asumían las castas tardías. La inclusión de cepas blancas en un viñedo de uvas tintas no se debía tanto a alguna razón hedonista, sino porque el rendimiento de las cepas blancas en nuestro clima ibérico era mayor, obteniendo más kilos.

Hasta hace cuarenta años, el viñedo era más rural que hoy. El vino se consumía localmente y se bebía bastante por el autoconsumo. Eran rentas agrícolas, como el cereal y el olivo, en donde la rentabilidad se medía por cantidad más que por calidad. Nuestros viticultores cogían varas de aquí o allá, muy diestros en las podas para producir más y con el injerto con la vara del vecino que, con la vendimia, resultaban ser las labores más importantes. Aquellos viñedos era majuelos familiares asentados en un minifundio exasperante con cierto desorden de plantación debido a que no se utilizaba la mecanización. Las cepas no se plantaban siguiendo un patrón geométrico como vemos ahora. Cada cepa mantenía la distancia con las demás que la pluviometría imponía. Menos agua, más distancia entre cepas. El “marco real” es un tradicional sistema de plantación en vaso muy mesetario de equidistancia entre cepas a tres metros, que aún perdura en las zonas poco lluviosas.

Las mejores uvas y su orfeón

En España hace 40 años no se hablaba tanto de variedades (citadas solo en el catálogo de cada bodega), sino de vino. De toda la vida, siempre ha existido de una vid hegemónica en cada zona, acompañada de un determinado número de castas de “segunda o tercera” categoría, que cumplían una misión de “maquillaje” (aportar más acidez y menor intensidad de color). La excepción fue la Rioja, que siempre tuvo el concepto del ensamblaje como prioridad. Desde que inicié mis viajes a la Rioja en los Setenta, era normal el trinomio tempranillo-graciano-mazuelo, a veces insertado con viura y garnacha. Todas ellas tenían cierto protagonismo en la mezcla, pero siempre mandando la tempranillo. Solo esta última, ocasionalmente, se podría elaborar de modo monovarietal en la Rioja Alavesa (rioja de cosechero), las demás cambiaban los porcentajes, pero nunca se embotellaban solas. En la Rioja oriental, con predominio de la garnacha, y en la Rioja Alta, con la tempranillo. Hoy, en cambio, es normal ver la graciano y la garnacha reseñadas univarietalmente en la etiqueta. En otras zonas algunas cepas antes olvidadas, brillan con orgullo en la estampilla como la trepat en la Conca de Barberá, la albarín en León, la rufete en Salamanca y así un gran número de nombres que han dejado de sonar como algo lejano y desconocido.

Próximo capítulo:

Cepas vulgares que mejoraron.

La experiencia en otros países.

El nuevo retrato de la Ribera del Duero y del Bierzo.

 La experiencia gallega.

    Escrito por Jose Peñín

    Uno de los escritores de vinos más prolífico de habla hispana y más conocido a nivel nacional e internacional. Decano en nuestro país en materia vitivinícola, en 1990 creó la “Guía Peñín” como referente más influyente en el comercio internacional y la más consultada a nivel mundial sobre vinos españoles.

Uvas ocultas (II): Cataluña

La presencia en los dos artículos de las variedades desconocidas o casi desconocidas se debe a que están en activo, con marcas catadas y puntuadas por el equipo de la Guía Peñín.

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